Han pasado 27 años desde que unos potentes estruendos provenientes del suelo de la residencia del embajador del Japón en Lima anunciaron el inicio de lo que sería quizá el más demoledor y espectacular golpe contra una de las dos bandas terroristas que desde inicios de los 80 empezaron su ataque a todos los peruanos para imponer a punta de explosivos, balas, muertos y heridos de por vida, una “ideología” de odio que se valió de peruanos pobres para lanzarlos por delante como carne de cañón.
La operación Chavín de Huántar de la tarde del 22 de abril de 1997 marcó también un derrotero que jamás debe ser dejado de lado: con los terroristas no se negocia y mucho menos se les maquilla para hacer aparecer a criminales y secuestradores como “revolucionarios”, “luchadores sociales”, “guerrilleros”, “políticos de izquierda”, “filósofos”, “pensadores”, “gente buena que quizá tomó el camino equivocado” o “peruanos guiados por la necesidad de igualdad y justicia social”.
Fui de los reporteros a los que nos tocó hacer larguísimas coberturas en los exteriores de la casa de San Isidro secuestrada por los miembros de la banda MRTA, y puedo dar fe que en esos días de crisis la gran mayoría de los peruanos, salvo los pocos cómplices y tontos útiles de siempre, tenía las cosas claras y estaba convencida de que esos delincuentes tenían que ser eliminados -como lo fueron-, o en el mejor de los casos encerrados de por vida en una celda con apenas un hueco en la pared para alcanzarles comida.
A nadie se le hubiera ocurrido, por ejemplo, ir a las urnas a votar por gente afín al MRTA y mucho menos Sendero Luminoso. Sus espantosos crímenes estaban en plena vigencia o aún frescos en la memoria y el alma de los peruanos. Pocos hubieran creído, por ejemplo, que 24 años después, en 2021, el Perú atravesado por las balas de los terroristas iba a poner en Palacio de Gobierno a un filosenderista como Pedro Castillo o llevar al Congreso a gente que saca cara por el salvaje de Víctor Polay o la brutal “camarada Vilma”.
Algo tiene que haber fallado para que se haya reescrito la historia del terrorismo en el Perú, y que hoy criminales que han dinamitado a gente viva como María Elena Moyano; secuestrado, torturado y asesinado como al empresario David Ballón Vera; y matado con machete a niños y embarazadas asháninkas en Tsiriari, Junín, ya no sean “tan malos”. Pasar por agua tibia a estos asesinos, maquillarlos, blanquearlos y hasta permitir que sean parte de las alternativas “políticas” en un Perú aún sangrante, es inaceptable.