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Muchos parecen no darse cuenta, quizá por la falta de costumbre. Un partido político, agrupación, movimiento o como quiera llamársele, el grupo de ciudadanos en sí, que nace y se reúne para hacer política, es cosa muy distinta a un cacicazgo. Y, al final de cuentas, de eso se trata la reforma política que quiere introducirse, porque es la madre del conflicto y crisis de gobernabilidad que vivimos hoy, este asunto que tiene entrampados al Ejecutivo de Vizcarra y al Legislativo del fujiaprismo, topos incluidos. Esa diferencia entre instituciones y autocracias en la política es la madre de la corrupción nuestra. En la vigencia de las instituciones, aunque sean visibles líderes y otras personalidades individuales, el gobierno corporativo se deja notar, la huella de decisiones colegiadas, de consensos, de debate interno y ausencia de imposiciones. Todos pueden ser mafiosos y corruptos, pero siempre habrá más posibilidades democráticas que cuando una persona o su cúpula es la que domina. La crisis que estamos viviendo no es un enfrentamiento entre ideologías, entre los de derecha y los de izquierda. Es un problema entre quienes no queremos en la política a los corruptos y entre quienes sí los aceptan, o al menos piensan aquello de “roba pero hace obras”. Tenemos que volver a crear instituciones políticas, a refundarlas, a cargarlas de ideología, de un ideario que aglutine nuevos ciudadanos y legitime el ejercicio del poder. Los partidos políticos deben conducir los sueños y aspiraciones de los peruanos, devolverle el brillo y orgullo a la militancia. No es nada de lo que conocemos hoy como partidos políticos y que tanta repugnancia provocan. En el concepto mismo de institución está la diferencia que necesitamos cultivar para que política sea antónimo de corrupción. Este es el conflicto de hoy, no lo que otros quieren que parezca.