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En julio del 2010, la selección argentina regresó a su país luego de caer 4-0 ante Alemania en cuartos de final del Mundial de Sudáfrica. Una multitud la recibió en Ezeiza. Cánticos, aplausos y ovaciones de la hinchada sorprendieron a todo el mundo. No era para menos, este suceso por lo menos era raro en un país “exitista”, donde si no eras campeón de lo que sea no eres nada.

En su libro “Cerrado por el fútbol”, Eduardo Galeano describía así ese momento: “Argentina fue goleada en su último partido. Medio siglo antes, otra selección argentina había recibido una lluvia de monedas cuando regresó de un Mundial desastroso (en Suecia 1958), pero esta vez fue bienvenida por una multitud abrasadora. Todavía hay gente que cree en cosas más importantes que el éxito o el fracaso”.

En estas últimas palabras pienso cuando me entero que la llegada de la selección peruana, luego de ser eliminada del Mundial de Rusia 2018, fue recibida por miles de hinchas en el aeropuerto Jorge Chávez. La misma reacción de los peruanos que aún siguen en Rusia. Todos mostrando con orgullo sus camisetas y casacas blanquirrojas o rojiblancas. Cantando en los aeropuertos, en los aviones, en las estaciones de trenes, en los trenes, en las calles y plazas. Hay una emoción colectiva que no admite razones. Es el resultado de un proceso lleno de fervor y euforia, que en muchos se inició en los tiempos en que nadie creía.

Algunos sesudos analistas e hinchas ilustrados están cuestionando este apoyo incondicional de la gente. Intentan hablar y elaborar argumentaciones imposibles y solo apelan a los resultados de los dos primeros partidos de la selección. Como si el amor del país por su equipo se resumiera en dos partidos. “Todavía hay gente que cree en cosas más importantes que el éxito o el fracaso”.

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