La publicitada coyuntura en la vida de la realeza británica, una de las más rigurosas en las tradiciones palaciegas europeas, debe ser por estos días más complicada de la que nos podamos imaginar. Lo voy a explicar. La decisión de los duques de Sussex, el príncipe Harry y su esposa, Meghan Markle, de renunciar a una vida de dependencia financiera de la Corona, se veía venir. En efecto, fueron criticados por mantener apegó a una ultra privacidad en su vida doméstica, incluso evitando difundir el nacimiento y el bautizo de su hijo Archie Harrison de 8 meses; además, su relación con las prensa -principalmente la de Meghan-, no fue la mejor sobre todo desde que contrajeron nupcias en 2018. El hijo menor de la siempre recordada princesa Diana de Gales que muriera trágicamente en un accidente automovilístico en París (1997) -su hermano mayor Guillermo, duque de Cambridge, es el segundo en línea de sucesión, después de su padre, Carlos (71 años), príncipe de Gales-, ha removido la tranquilidad de la propia reina Isabel II (1926), su abuela. No es que hayan renunciado a su condición de miembros de la Familia Real, lo que si pasó con su tío bisabuelo Eduardo VIII que decidió abdicar a la Corona en 1936 en favor de su bisabuelo Jorge VI, para contraer matrimonio con la entonces celebridad estadounidense, Wallis Simpson, dos veces divorciada, cuya boda dentro de los cánones reales, dominado por la Iglesia anglicana -fundada por el no menos famoso Enrique VIII en el siglo XVI-, nunca les sería permitido; sin embargo, el paso al costado que acaba de dar la joven pareja real y que la longeva monarca de casi 96 años de edad, además con más años en el trono -Isabel II cumplirá en pocas semanas, 68 años de su entronización, 5 más que la reina Victoria (1819-1901)- ha terminado aceptando, supondrá en adelante restricción de privilegios y otras vanidades que la historia e imaginario nacional de los ingleses -mantienen incólume la institución monárquica- conceden desde hace muchos siglos a sus reyes. El caso de Harry y Meghan, confirma, una vez más, que la independencia como cuestión ontológica del ser humano, no tiene precio.