Han pasado más de tres meses de culminar el proceso electoral que llevó a un nuevo outsider a la presidencia. Durante la contienda hubo de todo, desde políticos con experiencia en campaña, empresarios exitosos, políticos regionales, hasta aspirantes a premio Nobel. El ganador no fue el mejor, pero tampoco el menos malo. Como ocurre en toda democracia, ganó el candidato que decidió la mayoría como nuevo jefe de Estado y proclamado por la autoridad electoral.
Luego de sus cien primeros días en el Ejecutivo, las expectativas fueron menguando ante notorias señales de improvisación e indecisión. Los resultados de las encuestadoras hablan por sí solos. Si el presidente observa la composición del Congreso verá que aplicar su plan de gobierno original resultará inviable, carece de mayoría parlamentaria propia sumando partidos afines. En democracia, la composición del Legislativo brinda señales inequívocas sobre lo que podrás hacer en cinco años. El jefe de Estado debe actuar como estadista y saber afrontar la realidad por duro que le parezca distanciarse de sus propuestas en campaña, no hacerlo resultará temerario salvo que el propósito sea contrario al Estado Constitucional de Derecho.
El presidente no llegó al poder por asalto sino a través de las urnas, por eso la coyuntura debería hacerlo comprender que, con esfuerzo y arte para establecer consensos, puede olvidar su proyecto constituyente, despejar dudas a los inversionistas con la coherencia interna del gabinete; ampliar la base tributaria formalizando la economía, mejorar progresivamente los servicios que brinda la administración pública a los más necesitados. Si lo hace habrá comenzado otro tipo de revolución, las positivas, aquellas que suman y no restan, que nos llevan hacia adelante y no atrás. En conclusión, pretender en democracia aplicar su plan de gobierno original sin respaldo parlamentario sólo será producto de sus resistencias ideológicas.