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Los apóstoles alcanzaron la certeza de la resurrección cuando Jesucristo les mostró las llagas de los clavos en sus manos y en sus pies, y la llaga que la lanza le había abierto en el pecho, e hizo que las toquen, a continuación comió con ellos y, finalmente, les abrió el entendimiento para que comprendieran que en la Torah, en los profetas y los salmos está escrito que el Mesías padecería y resucitaría de entre los muertos al tercer día (Lc 24,38-46; Jn 20, 24-27). Fue entonces que “los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,20; Lc 24,41); porque ¿cómo no alegrarse al ver que los hombres no habían logrado derrotar a Jesús y que ni siquiera el sepulcro sellado con la losa de la muerte lo había podido contener? La resurrección de Jesús nos colma de alegría porque es la garantía de que Él es verdaderamente el Hijo de Dios vivo, la garantía de la veracidad de todas y cada una de sus palabras, la garantía de que el Padre ha aceptado su sacrificio en expiación de nuestros pecados y que, por tanto, también nosotros podemos ser santos y vivir con Él eternamente.

La resurrección de Jesucristo es la respuesta de Dios al anhelo de inmortalidad que está inscrito en lo profundo de nuestro ser. En Jesús de Nazaret, Dios ha sometido la ley de la muerte, que pesaba sobre nosotros a causa del pecado, a la ley de la vida. Como dijo San Juan Pablo II a los jóvenes de todo el mundo reunidos con él: “Cristo resucitado asegura a los hombres y las mujeres de toda época que están llamados a una vida que traspasa el confín de la muerte… una participación en la eternidad de Dios mismo” (Manila, 14.I.1995). Lamentablemente, muchísimos jóvenes y adultos de nuestros días no saben esto. Viven como si Dios no existiera y, por tanto, sin fe ni esperanza; porque, como dice San Pablo: “¿Cómo creerán en Aquél, de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán de Él sin nadie que lo anuncie?” (Rm 10.14). Jesucristo resucitado, presente en su Palabra, en los sacramentos y en la comunión eclesial, viene a nuestro encuentro en este tiempo de Pascua, para que, al igual que los primeros cristianos, podamos anunciar a esta generación: ¡Hemos visto al Señor!