El 8 de agosto de 1974, como ayer, en un acto sin precedentes en la historia de EE.UU., Richard Nixon (1913-1994), el 37° presidente del país del denominado “Destino Manifiesto”, -a mi juicio el más cerebral mandatario del hegemón del mundo-, renunció. Lo hizo por el escándalo de la práctica de grabaciones sistemáticas digitadas desde la propia Casa Blanca.

En junio de 1972 cinco personas fueron detenidas en el condominio Watergate que tenía en uno de sus pisos la sede del Comité Nacional Demócrata para filtrarles información. Fueron condenados junto a dos asesores de Nixon en 1973 y cuando la causa penal seguía su curso, uno de los acusados envió una carta al juez revelando presiones políticas desde el gobierno.

El caso llegó a la Cámara de Representantes que abrió un impeachment –juicio político- a 7 personas, entre ellas, al propio presidente. Nixon quiso valerse de su inmunidad presidencial para no entregar las grabaciones –cerca de 3700- y el Tribunal Supremo lo conminó a hacerlo. Antes que el caso pasara al Senado, Nixon, acorralado, decidió dar un paso al costado. Lo reemplazó el vicepresidente Gerald Ford que inmediatamente lo indultó y por hacerlo le costó la derrota ante el demócrata Jimmy Carter en 1976.

En Perú, a Pedro Pablo Kuczynski, también por indultar a Alberto Fujimori, la política le pasó factura. El caso impactó en el imaginario colectivo de la nación. Brillante estudiante y político espectacular. Vencido en las urnas por John F. Kennedy, a su turno Nixon hizo una de las más extraordinarias políticas exteriores del país en su historia.

Apoyado por el eminente Henry Kissinger, su secretario de Estado, Nixon comenzó la retirada digna de sus tropas en Vietnam, y jaqueó a la Unión Soviética abriendo espacios con China. Su jugada maestra para ingresarla por Taiwán en el Consejo de Seguridad y el viaje histórico a Pekín, lo llevaron a la condición de estadista pues el enroque corto que le hiciera a Moscú, acercándose a Mao Tsé Tung en los 70, solo fue apreciado en los 80, mirando la eficacia estratégica del “divide y reinarás”, precipitando el fin del comunismo y de la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989. Por la mentira y la falta de transparencia, Nixon pasó de estrella a estrellado, pues sus enemigos políticos, lo terminaron demoliendo.