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¿Describimos a un buen profesor? Un buen maestro despierta curiosidad y emociones, moviliza. Es, sobre todo, genuino, y por eso deja huella. No puede ser indiferente y tiene que querer a sus alumnos de verdad, respetar a quien aprende y acompañarlo en sus descubrimientos. Para esto, debe reconocerlos, mirarlos, escucharlos, compartir con ellos y mantenerse abierto, intentando percibir quiénes son estos alumnos, qué les puede aportar uno y, –sobre todo–, qué le enseñan estos alumnos. Es imposible movilizar al otro si no está dispuesto a movilizarse. Un maestro consciente se incomoda, cuestiona, duda y reflexiona.

Profesores que marcaron mi vida fueron muy distintos entre sí, con diferentes metodologías y formas de enseñanza. Pero todos eran profundamente auténticos y transmitían una forma de ser más allá de un “saber hacer algo”.

Por ejemplo, mi mamá me enseñó piano de forma sui géneris, con un entrenamiento exigente y a la vez muy divertido y creativo; mi profesor de semiótica en la Universidad, Eduardo Zapata, me enseñó a comprender la comunicación a profundidad; Estela Roeder me transmitió su compromiso y entrega por el trabajo social, entre otros. Lo común entre ellos es que son personas comprometidas con lo que sienten que vinieron a hacer a la vida, tienen pasión por sus trabajos y disciplinas, y un interés por el otro (el alumno) y la comunidad.

La definición de filosofía es amor por la sabiduría. Desde aquí, siento que la sabiduría es ese saber ser, que se forma con el ensayo y error del compromiso por seguir aprendiendo. Bombardeados por información y tecnicismos, perdemos de vista que el sentido de la educación supera a un conjunto de “buenas prácticas” e indicadores. Nos debe permitir formarnos como seres humanos, enseñarnos a saber ser y aprender a ser cada vez mejores personas… ¡por una educación en favor de la sabiduría!

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