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Hace unos días el papa Francisco se ha reunido en Roma con representantes de los obispos de todo el mundo para afrontar juntos la mayor herida que ha sido infligida a la Iglesia en los últimos siglos: los abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por sacerdotes en contra de menores de edad y otras personas vulnerables. Sacerdotes en quienes ellos confiaron y que, en lugar de hacerles presente el amor de Dios y conducirlos a la vida eterna, los traicionaron y violaron lo más íntimo de su cuerpo y/o su espíritu. ¿Cómo ha podido suceder esto y, durante mucho tiempo, esconderse esta plaga que ha afectado y sigue afectando a no pocos fieles, sin que nadie hasta hace pocos años haya dicho o hecho algo para afrontarla y erradicarla? La respuesta no es simple. Por un lado, no siempre se ha sido lo suficientemente diligente al seleccionar a los candidatos al sacerdocio. Por otro lado, puede ser cierto también que durante largo tiempo no se tuvo debida conciencia de la enfermedad. Y así podríamos seguir buscando respuestas, todas probablemente válidas. Sin embargo, como bien ha dicho el papa Francisco, hay un asunto más de fondo: una equivocada concepción del sacerdocio o, dicho de otro modo, del lugar y la misión del sacerdote en la Iglesia.

Los sacerdotes verdaderamente cristianos son hombres elegidos por Dios de en medio de su pueblo y para servir a ese mismo pueblo a costa de su propia vida, como Jesús dio su vida para la salvación del mundo entero. Son pastores cuya misión es cuidar, apacentar y guiar a la porción del rebaño de Dios que les es confiada. No son caciques ni jefes. Son servidores. No son los primeros en la comunidad, son los últimos. No les mueve el afán de poder, prestigio, afecto o dinero. Les mueve solo el amor de Dios, que experimentan cada día a través de la oración y de la misericordia con que Dios los trata, y por eso aman a Dios y son misericordiosos con todos. Los verdaderos sacerdotes de Cristo son pobres, castos y obedientes. El mal no tiene poder sobre ellos. Gracias a ellos, la Iglesia nunca cesará de hacer presente el Reino de Dios en este mundo.