La asunción de Francisco Sagasti como presidente, comparada con la de su antecesor, el renunciante Manuel Merino, tuvo un elemento diferenciador que, además, supo a bálsamo en medio de la crisis: el poder de la palabra. “Hoy no es un día de celebración porque hemos visto la muerte de dos jóvenes en las protestas”. Verbo y tino político versus las agrestes oraciones del acciopopulista: “Mi formación política está inspirada en los ejemplos de Fernando Belaunde y Valentín Paniagua”.
Esta circunstancia me recuerda al sultán que sueña haber perdido todos los dientes. Al despertar, asustado, ordena llamar a un sabio para que descifre la pesadilla. -”Cada diente caído significa la muerte de uno de sus parientes”, señala el sabio. -”¿Cómo se atreve a decir tamaña insolencia?”, exclama el sultán, al tiempo de ordenar que le apliquen cien latigazos.
Y en el acto insiste con otro sabio. “-¡Oh, gran señor, el sueño denota que sobrevivirá a todos sus parientes!”. El monarca salta de alegría y dispone que le den cien monedas de oro. Cuando el sabio sale del palacio, uno de los cortesanos lo emplaza: “-La interpretación que hizo del sueño es igual a la del primer sabio. No entiendo por qué el anterior recibe cien latigazos y usted cien monedas de oro”. -”Escuche, todo depende de la forma en que se transmite el mensaje”.
Y encima el remate de Sagasti fue en modo Vallejo, con “Considerando en frío, parcialmente”, que, como postea el buen Gambirazzio, “está bueno pegar el poema, pero no estaría de más conseguir la obra completa y darle una leída”. ¿Y saben cuál es el mejor discurso de Alan? Ese en el que evoca “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca. El poder de la palabra, pues.