La pandemia ha golpeado duramente a toda América Latina y el Caribe y en especial al Perú con la mayor tasa de mortalidad del mundo por cada cien mil habitantes y el peor manejo de la economía. Esta crisis es la mayor en más de un siglo. Pero los peruanos somos la resiliencia personificada, hacemos de todo para salvar a nuestros hijos, en especial las mujeres, jefes de familia. Próximos a ingresar al tercer siglo de la República cargamos con problemas y carencias estructurales cuya superación es el mayor desafío colectivo.  Toda la región se enfrenta al bajo crecimiento y al desarrollo selectivo sin equidad ni sostenibilidad el cual alienta las desigualdades que hoy jaquean a nuestros países desde las urnas. Y lo hace enfrentando a la demagógicos populismos antisistema. La pandemia ha revelado situaciones que no queríamos ver, la enorme mortalidad consecuencia de sistemas de salud desatendidos, la pobreza aumentada a límites inadmisibles, el desempleo y la informalidad que configuran sociedades desesperadas. Las clases medias casi han desaparecido y la polarización ideológica se instala en perjuicio de la democracia y del estado de derecho. Cuando las mayorías caen en la pobreza y la desesperanza se instala la desigualdad con la fuerza de un drama. Parece que no lo hemos entendido pero la fragilidad de la democracia es proporcional a la profundidad de los problemas sociales. Todo esto puede agravarse y tornar nuestros países ingobernables. El Perú está entre los más frágiles, obligado a dejar atrás dos siglos de desatención a las mayorías. Y la convulsión electoral presente no ayuda a recuperar esta perspectiva de crecimiento con equidad. Perturba la atención que es imperativa a la generación de empleo y a la protección de la salud. Son prioridades que el nuevo gobierno, cualquiera que sea, deberá enfrentar activamente y con claridad, sin partidarismos ni ideologías que dividen. Legitimidad y gobernabilidad dependerán de ello.