El Congreso aprobó la exoneración a los profesores universitarios para que se adecúen al artículo 82 de la Ley Universitaria 30220, que establece como requisito para enseñar en pregrado, poseer grado de magíster, cuanto menos. También aprobó el bachillerato automático, que permitirá que los egresados se puedan hacer profesionales sin pasar por el rigor de una mínima investigación ni de la redacción de un paper básico. Ambas normas petardean la calidad universitaria y echan por tierra –o empiezan a hacerlo– cualquier tipo de meritocracia en este sub sector educativo.
Y cuando son impulsadas bajo un régimen como el actual, que además de ser socialista, está enormemente vinculado a los sindicatos educativos, es imposible no sospechar. En particular, la posibilidad de que se retorne al antiguo régimen de universidades regentadas por un buró de la Asamblea Nacionales, quitando de en medio a la SUNEDU, es una sombra más que se cierne sobre la educación superior.
En lo personal, hay muchas cosas que le critico a la Ley Universitaria, empezando por su corte eminentemente estatista y terminando por su excesivo énfasis en el papeleo de los formularios. Aspectos ambos por los que no pasa la mejora de calidad educativa. Los profesores, en cambio, son la clave. Son el rostro de la universidad. Son la universidad, para los alumnos. Las voces autorizadas que los forman.
Un maestro con mala dotación profesional es casi tan nefasto como uno con malas ideas. El profesor no solo instruye en la técnica, sino que educa en la visión del mundo. Si bien los grados académicos son un filtro incompleto, algo controlan. Un doctor ha pasado algún entrenamiento riguroso en investigación y tiene desarrolladas dotes comunicativas, cuanto menos. Un magister también. Por supuesto que esto se complementa con mejoras salariales importantes, cosa que no está ocurriendo. Necesitamos buenos profesores porque nos urgen buenas universidades. Salvémoslas.