Cada cierto tiempo aparece en el Perú una especie de mesías de la democracia, abanderado del juego limpio, diametralmente opuesto a la clase política contaminada por la corrupción.

En 1990, Fujimori aparecía en la escena electoral con una humilde campaña y el lema “honradez, tecnología y trabajo”, una alternativa esperanzadora al putrefacto establishment político. Ya sabemos cómo terminó esa historia.

Dos décadas después, Humala se ganaba la confianza de la población diferenciándose del fujimorismo con frases como “la lucha contra la corrupción es un acto de patriotismo” y “en un gobierno nacionalista no habrá impunidad para los corruptos”. Vaya escándalos en los que terminaron él y su esposa.

Hoy, Alejandro Toledo, hombre que llegó al poder para salvar al Perú de un Estado carcomido por la corrupción, símbolo absoluto de la democracia, está a punto de enfrentar prisión preventiva por haber recibido, según un colaborador eficaz, 20 millones de dólares en coimas de Odebrecht.

¿Qué ocurre con nuestros mesías? Quizás la respuesta esté en que una persona no se convierte en santa cuando llega al poder. No hay motivos para pensarlo.

Por su naturaleza -salvo mínimas excepciones-, hombres y mujeres buscarán satisfacer sus intereses individuales antes que los colectivos. Y, como vemos, la historia lo ha demostrado.

De repente la solución no es confiar a ciegas en el nuevo político que, hasta el momento, no tiene antecedentes de corrupción, sino en construir instituciones sólidas que la eviten. Mecanismos de fiscalización, transparencia y rendición de cuentas que limiten lo más posible el campo de acción de los políticos. De lo contrario, seguiremos esperando -quizá para siempre- la llegada del verdadero “sano y sagrado”.

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