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El 30 de agosto de cada año se celebra en el Perú la solemnidad de Santa Rosa de Lima, una joven laica que se consagró como terciaria de la Orden Dominica pero siguió viviendo en casa de sus padres, en cuyo huerto ocupó una pequeña habitación en la que pasaba largo tiempo en oración y penitencia. Si bien tuvo no pocas experiencias místicas, ello no la alejó de este mundo sino que, por el contrario, se dedicó también a ayudar a los pobres y enfermos. Conocedora del amor de Dios, tuvo un gran celo por la salvación de las almas y por el anuncio del Evangelio. En síntesis, a través de la negación de sí misma y de una vida de oración y servicio a los más pobres y necesitados, Santa Rosa de Lima encontró la vida eterna para la que todos hemos sido creados pero tan pocos la comienzan a experimentar en esta tierra.

Recordando la vida de Santa Rosa, cada uno se puede preguntar cómo está llevando su propia vida. ¿Hemos descubierto el gozo de vivir en comunión con Dios o hemos reducido el cristianismo a un mero cumplimiento de unas normas morales que, al final, no nos satisfacen? ¿Dedicamos al menos un poquito de tiempo cada día a la oración o a leer algo de la Biblia, o vivimos nuestras jornadas apoyados únicamente en nuestras fuerzas, como si Dios no existiera para nosotros? ¿Somos sensibles al sufrimiento de las personas que nos rodean y a las necesidades de los pobres, o tal vez sin darnos cuenta hemos terminado encarcelados en nuestro egoísmo y nuestros propios intereses? Si, haciéndose esas u otras preguntas, alguno se da cuenta de que se ha alejado de Dios, lo invito a volver a Él, que es rico en misericordia y sólo desea compartir con nosotros su vida divina, su felicidad sin fin.