La decisión del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, de   reconvertir a la emblemática Basílica de Santa Sofía o “Iglesia de la Santa Sabiduría de Dios” en una mezquita -desde 1935 totalmente secularizada (sin apego religioso) y con ello, vuelta museo-, ha generado pronunciamientos de preocupación como el vertido por el papa Francisco que dijo sentirse “muy dolido”, o en contra, como las expresadas por diversos líderes de iglesias cristianas como el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I y el Metropolita Hilarion del Patriarcado Ecuménica de Moscú, entre otros.

Por el intenso decurso de la historia en torno de Santa Sofía, que registra haber pasado de manos cristianas -desde su construcción en el siglo VI d.C. por voluntad del gran Justiniano, volviéndola el lugar central de las celebraciones de la Navidad en la Alta Edad Media, hasta que luego del cisma entre la Iglesia de Oriente y Occidente (1054), pasara a constituirse en sede de la Iglesia oriental ortodoxa-, hasta que por las guerras religiosas, cayera en poder de los musulmanes, bajo el mando de los turcos otomanos de Mahomet II, en 1453.

Fue tal su impacto internacional que para la historiografía es considerado el acontecimiento que marcó el final de la Edad Media y el inicio de la Moderna. Desde ese año hasta el inicio de la tercera década del siglo XX, fungió de mezquita. Más de 1000 años regentada por los cristianos y más de 500 por los islámicos, no debería ser identificada o asociada como recinto exclusivo de una de ellas.

Es verdad que la basílica seguirá siendo museo y de acceso para todos pero eso no está en discusión. Su peso como monumento histórico, ecuménico y totalizador de la civilización, sugiere preservarla exenta de alguna propiedad por los credos que forjaron en sus muros grandes páginas de su historia religiosa.