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Santiago, la capital de Chile, fundada por el conquistador Pedro de Valdivia el 12 de febrero de 1541, ardió como Troya (Grecia) y amaneció destrozada como Pompeya (Roma). La causa ha sido el aumento del precio en los pasajes del transporte urbano del tren subterráneo, un sistema vial que lamentablemente nosotros no tenemos. Las protestas estudiantiles que han llegado a jaquear a las autoridades no son nuevas en este país. Su reporte en la historia social chilena es harto conocida: pensiones de estudios, píldora del día siguiente, etc. Sin embargo, los desmanes, ya ensanchados con otros grupos sociales, de los últimos días -incendio de buses, quema de estaciones, saqueos en farmacias y mercados, asaltos, etc.- no podían ser tolerados y el gobierno del presidente Sebastián Piñera acertadamente ha decretado Estado de emergencia en Santiago y otras ciudades cercanas, y en las últimas horas, toque de queda por la noche (de 10:00 p.m. a 7:00 a.m.). Como en Ecuador, en donde los indígenas por el paquetazo económico, ya derogado, arrasaron con Quito obligando al presidente Lenín Moreno a sacar a las calles a las Fuerzas Armadas para restablecer el orden, en Chile, Piñera sin que le tiemble la mano también lo ha hecho. Los gobiernos democráticos cuentan en su Constitución Política, que es la norma jurídica fundamental del Estado, con el denominado régimen de excepción -en el Perú son dos: Estado de emergencia y Estado de sitio-, que para circunstancias especiales como el imperio del caos, la barbarie o la calamidad, se aplica el aparato coercitivo (advertencia o amenaza legítima) y el coactivo (uso de la fuerza o violencia legítima). Todo eso está bien, pero llama poderosamente la atención que en las últimas semanas, diversas medidas económicas de algunos gobiernos de la región sean impactadas por reacciones socialmente explosivas. ¿Será que, en general, por los múltiples casos de corrupción de políticos en Sudamérica, las poblaciones no están dispuestas a asumir el activo de ajustes gubernamentales? Preocupa que las intensidades de intolerancia y de hartazgo social pudieran generar un efecto dominó que nadie quiere.