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La suerte política de la suspendida presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, parece estar echada. Los intensos y febriles debates en el Senado de su país para medir el tamaño de la votación que se viene en la semana entrante serán decisivos para orientar el resultado.

Dilma y sus abogados han agotado todos sus esfuerzos en la estrategia de la defensa para revertir los propósitos de la oposición, que quiere verla defenestrada del cargo, pero la determinación política tiene un peso muy fuerte, y por el tenor de las intervenciones que hasta ahora se han producido en la cámara alta del Congreso Nacional brasileño, pocas chances le quedan a Rousseff de salir bien librada. 

Las acusaciones que pesan sobre la mandataria, con una pulcra estrategia por sus asesores y en su momento bien administradas por la defensa política de la Presidenta, jamás debieron salir de la Cámara de Diputados, pero es evidente que Dilma cuenta con muchos enemigos. A estas alturas del partido parece que la Mandataria ya contaría con 52 votos en contra, con lo cual el panorama para ella comienza a tornarse sumamente dramático y para muchos, con el decurso inexorable de su destitución, dado que para serlo se requiere la mayoría calificada de 54 manos alzadas. 

Es evidente que la Presidenta está sopesando todos los escenarios posibles. El más funesto, que sería pasar a la historia de su país como presidenta destituida, no está en sus cálculos. La única posibilidad con que ella cuenta para evitar tremenda ignominia política es que decida adelantarse al resultado de la votación renunciando a la Presidencia, tal como lo decidió el expresidente Fernando Collor de Mello en 1992. 

Todo el contexto político juega en contra de Dilma, pues como nunca la oposición tiene la consigna política de acabarla y con ella al Partido de los Trabajadores, fundado por su mentor político el expresidente Lula da Silva.