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La forma de hacer política en nuestro país no va a cambiar de la noche a la mañana, es obvio. He sido testigo directo, en muchos procesos electorales, de cómo se confeccionan las listas de candidatos al Congreso, a los gobiernos regionales y locales. Si no proceden del tira y jala entre los “dueños” del partido, también hay quienes -entre los que se creen con menores posibilidades- piden por teléfono a sus amigos de confianza que les recomienden algunos nombres. En resumen, es la improvisación o el dinero lo que termina configurando los ciudadanos a quienes les entregaremos el poder que luego vamos a sufrir y soportar. Ahora, con el cambio de algunas reglas de juego, la no reelección va a modificar radicalmente esa composición. Por lo pronto, de lo único que podremos estar seguros es que serán caras nuevas, jóvenes o viejas; nuevas porque el electorado ya se cansó de estos, los actuales, que saben más por viejos que por diablos. Sin embargo, no se ve hasta ahora ni entre los viejos y tradicionales partidos ni en movimientos nuevos, actividad alguna que haga notoria su preocupación por ir formando cuadros para las siguientes elecciones. La reciente experiencia del intento, hasta ahora frustrado, de conformar la Junta Nacional de Justicia (el reemplazo del Consejo Nacional de la Magistratura) pone en evidencia que los mejores cuadros profesionales no están dispuestos a jugarse su reputación, ingresos económicos u otras comodidades para ocupar cargos públicos, en los que, por lo común, terminan siendo vapuleados, procesados. La función pública está sujeta al escrutinio general y mucha gente a cambio del poder no está dispuesta a perder su confort. Aquello de servir a la patria está tan divorciado de la política que precisamente ha dejado amplio espacio para los males de los que nos quejamos: mediocres, ignorantes, mercenarios, delincuentes e inmorales con las riendas del manejo político del país.