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Se consumó una amenaza en la que pocos creían. Tan enorme es disolver el Congreso desde la banalización de la cuestión de confianza que nadie creyó que Martín Vizcarra se atrevería a reeditar el nefasto 5 de abril con el argumento constitucionalmente inexistente de que el Parlamento había “negado fácticamente” la confianza para modificar la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional. Para los expertos, la censura a dos gabinetes se refiere al acto solemne de la investidura, y no a cualquier tema que permita interferir o avasallar al Legislativo, haciendo trizas el principio de poderes y contrapoderes. El Congreso puede ser el peor de la historia, pero es el elegido y es autónomo. La denegatoria fáctica constitucionalmente no existe; más aún, el Congreso por mayoría concedió la confianza a Del Solar. La disolución no solo es inconstitucional; es farsesca y forzada. Configura claramente un golpe de Estado y así lo ve el mundo. El Congreso ha suspendido al Mandatario por un año por “incapacidad temporal”, otra medida ficticia cuando el inquilino de Palacio cuenta con la “lealtad” de las FF.AA.

Lejos de la razón y cerca de la fuerza, la dictadura acecha. No hay normalidad política ni estabilidad jurídica y económica. La Comisión Permanente del Congreso debe solicitar al Tribunal Constitucional un dictamen sobre la constitucionalidad de este cuestionable gesto político; debe atender la recomendación de la OEA, así como los pronunciamientos de la Defensoría del Pueblo y de la Confiep, apoyados por políticos y constitucionalistas. Las FF.AA. no deben ser las decisoras en una crisis política; les toca esperar la solución de la civilidad, sin manipulación mediática ni de encuestas y menos aún de la presión de la población movilizada por interesados sectores radicalizados. Las elecciones generales aparecen como la única forma real de superar la crisis de ilegalidad y la ruptura del Estado de derecho.

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