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Independientemente de los gustos y colores, a los que todo ciudadano tiene derecho en una democracia como la nuestra, no deberíamos ignorar el papel que algunos peruanos cumplen en este convulsionado proceso en el que, entre golpes, gritos y arañazos, las instituciones del país tratan de curarse de la gangrena de la corrupción. Este fin de semana, el espectáculo judicial con la audiencia sobre el caso “cócteles” y lavado de dinero, donde procesan a la cúpula de Fuerza Popular, mostraba con claridad el desequilibrio de las proporciones. De un lado, el numeroso equipo de abogados, ayudantes y asesores de los acusados, lo que representa plena disponibilidad de dinero, herramientas y recursos para la defensa de sus intereses. Al centro, el juez, impasible, también con visible equipo de técnicos y ayudantes, observando las dos balanzas de esa justicia que sostiene una espada con los ojos vendados. Lo que llamaba la atención es la solitaria presencia del fiscal, sin nadie a quien voltear a mirar. No solo desprovisto de logística sino, además, con la certeza de que, al menor error, su jefe, el Fiscal de la Nación, lo aprovechará para deshacerse de él porque es público y abiertamente conocido que los que están sentados al costado lo sostienen en el cargo. Buena parte de este peregrinaje nacional contra la corrupción es el resultado del trabajo y sostenido esfuerzo de pocos, puntuales e individuales voluntades, con nombre propio, que van calando en la opinión pública -incluyendo a los medios de comunicación que, los de la otra orilla, consideran concertados- para perjudicarles. Esta minúscula minoría se juega la vida en una especie de ajedrez, en el que cada movimiento, cada fuga, cada renuncia o pedido de licencia, abre un abanico de nuevos escenarios que la banda se plantea para sobrevivir.