El reciente atentado terrorista en Somalia, en que han muerto más de 200 personas, confirma la gravedad de la situación interna en este país africano de cerca de 14.5 millones de habitantes, considerado un Estado fallido, es decir, un país anarquizado, ingobernable, donde las normas jurídicas y la justicia en general son prácticamente inexistentes a pesar de contar con un gobierno central, totalmente débil, incapaz de poder frenar y acabar con las luchas tribales de clanes que vienen destruyendo al país, así como al grupo terrorista Al Shabab, que quiere decir “juventud” en árabe -adicto a Al Qaeda-, que se acaba de atribuir la feroz explosión de dos camiones en pleno centro de Mogadiscio, la capital somalí, poniendo en jaque al Gobierno y a la población hasta conseguir su objetivo de instaurar un estado islámico tal como el que viene persiguiendo el grupo ISIS en los territorios de Siria e Iraq. Sin rumbo, en Somalia la vida no vale nada. Si hay un país, entonces, al que no viajaría en las circunstancias actuales, es precisamente Somalia, una de las cinco naciones más pobres del mundo, donde las hambrunas en las últimas décadas son una regla y en donde, además de soportar las referidas cruentas guerras civiles sucesivas, al solamente bajar del avión el visitante pone en altísimo riesgo su vida, que en esta nación africana deja de ser el bien jurídico máximo que todos solemos apreciar en otras partes del mundo. Las costas del cuerno africano, que son las que forman a este país, están llenas de piratas, haciendo prácticamente imposible la libre navegación. Con una sociedad mayoritariamente islámica, Somalia no da ninguna esperanza a corto, mediano, y mucho menos a largo plazo, de que saldrá del abismo político, social y económico en que se encuentra. La ONU, como se hizo en Haití, debería ponerle la máxima atención que merece un país como este, donde su población civil ha debido emigrar forzosamente por la falta de garantías mínimas y donde la esperanza de vida no llega a los 55 años de edad.