Con inusitado entusiasmo, los representantes del JNE, la ONPE y el Reniec, los académicos, representantes del Congreso, el propio Presidente de la República y, por supuesto, los llamados “expertos” financiados por organizaciones internacionales señalan que es imperativo aprobar reformas electorales antes del mes de octubre. La pregunta es la siguiente: ¿existe tal consenso?

Ciertamente que la legislación por sí misma no convierte a los partidos políticos en más democráticos, eficientes y capaces de recoger los intereses de los ciudadanos. Incluso, los partidos políticos en el mundo desarrollado también atraviesan crisis, pero, o se reforman o se refundan, sin afectar el Estado de Derecho ni la institucionalidad de esas sociedades. No es el caso de Latinoamérica ni de otros países subdesarrollados.

Con respecto al caso peruano, indudablemente es necesaria una verdadera reforma institucional de los partidos políticos. Si bien es verdad que desde la convocatoria de la Asamblea Constituyente en 1978 hasta la actualidad la política peruana se ha renovado y se sigue “renovando” cronológicamente con nuevos rostros y nuevas organizaciones de alcance nacional, los estilos de hacer política no; además, siguen teniendo dificultades para consolidarse institucionalmente sin depender exclusivamente, para su vigencia, de líderes carismáticos.

Actualmente, salvo en las elecciones generales presidenciales y parlamentarias, los denominados partidos nacionales tienen enormes problemas para encarar con éxito los procesos electorales regionales y municipales. En efecto, dichos movimientos se han impuesto a los partidos de alcance nacional en los procesos electorales de los años 2006, 2010 y 2014.

Obviamente, el hecho de que los gobiernos regionales y locales tengan mayores presupuestos y recursos influye en la conformación de movimientos improvisados que compiten con éxito frente a los partidos políticos. Sin embargo, hay otros aspectos en la estructura y funcionamiento del sistema político y del sistema electoral que influyen en su debilidad institucional.

Y es en ese contexto cuando los “expertos” representantes nativos de organizaciones internacionales, que influyen en las propuestas de los organismos electorales, exigen inmediatamente una reforma legal del sistema político y electoral que garantice la democracia interna en estos antes de la convocatoria a las elecciones generales de 2016. Coincidimos con ese deseo, el problema radica en lo que para ellos significa la urgencia “reformista”.

Al respecto, tenemos experiencias legislativas cuestionables realizadas bajo la influencia de los “expertos” internacionales y de los organismos electorales. Por ejemplo, la Ley de Reforma Constitucional N°30305, que modifica los artículos 191, 194 y 203 de nuestra carta política sobre la denominación y no reelección inmediata de autoridades regionales y municipales. Con enorme entusiasmo parlamentario se limitó el periodo de gestión de los gobernadores regionales y alcaldes. No compartimos ese optimismo, pues con o sin reelección inmediata, quien ingresa a la gestión pública con la intención de delinquir lo intentará siempre.

Cabe citar un caso emblemático: México, país “campeón” en “restricciones” a la reelección de autoridades, donde justamente están vigentes todas las instituciones que diversos “expertos” reclaman instaurar aquí, tales como el financiamiento público a los partidos, el monopolio partidario de todas las candidaturas (sin invitados), la eliminación del voto preferencial, pero muy especialmente la prohibición de reelecciones en todas las autoridades ejecutivas. Los resultados los conocemos: más corrupción y crimen.

Lo único seguro que esta reforma constitucional garantiza en nuestro país es el “castigo” a las autoridades exitosas, cuyo porcentaje de reelección, por cierto, es diminuto: presidentes regionales, 16%; alcaldes provinciales, 11.28%; y alcaldes distritales, 17.95%.

Reiteramos: las reformas en el sistema electoral, de gobierno y de partidos políticos deben ser integrales, acompañadas de eficientes mecanismos de control y transparencia, no a través de “parches” legislativos que no garantizan eficacia contra la corrupción, el crimen y la delincuencia en las instituciones políticas. Esto debe ser responsabilidad de un nuevo gobierno y un nuevo Parlamento, debido que gozarán de una mayor legitimidad al inicio de su gestión, teniendo, por cierto, en consideración los aportes de los organismos electorales y también de los “expertos”.

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