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Cuando algún miembro de nuestra familia tiene una discapacidad, nuestro núcleo familiar se altera. ¿Cómo podría ser lo mismo, si uno de mis hijos necesita cuatro o cinco terapias diarias y el otro no? A todo nivel, los roles tienden a confundirse y, por ejemplo, muchos hermanos asumen cargas -generalmente de forma voluntaria y amorosa- que exceden la capacidad emocional correspondiente a su edad.

Pero las familias tenemos capacidad de adaptación y, mediante mil malabares, encontramos un equilibrio -diferente, muchas veces desequilibrado- pero que, al fin y al cabo, se sostiene. Sin embargo, este arreglo no viene exento de preocupaciones, dolores, enormes sacrificios… y sentimientos de culpa. Los padres se preguntan, tortuosamente, si están haciendo “todo lo que pueden” por su hijo con necesidades especiales. A la vez, no saben si están quitándole espacio, atención y cotidianidad a su hijo de desarrollo regular.

¿Cómo logramos una reconciliación, primero dentro de nosotros mismos, como padres, para poder acompañar a todos nuestros hijos en su desarrollo con el mayor bienestar posible? Desde mi experiencia, un primer paso importante es renunciar a la culpa. Como hermana, cuando sentía con frecuencia que no era suficientemente “buena” con mis hermanas con discapacidad porque perdía la paciencia, me cansaba, me sentía saturada… lo único que lograba era alejarme más y sentirme peor.

El psicoanalista Donald Winnicott nos recuerda que la madre debe ser “suficientemente buena”, que significa abrazar nuestros errores y buscar rectificarlos continuamente. No es, de ninguna manera, intentar ser “perfecto”. Buscar la “perfección” (que siempre fracasa), solamente nos vuelve más rígidos e infelices.

Liberémonos de la culpa para poder mirarnos con amor, compasión y aceptación. Abramos la puerta de nuestros corazones para transformar la culpa en cuidado, por nosotros mismos y por los demás, y recordemos que ya somos valientes al transitar este camino de la mejor manera que podemos.

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