La tauromaquia fue objeto de escrutinio de los jueces del Tribunal Constitucional, sintetizando un debate sobre su prohibición que tiene varias aristas. Por ejemplo, desde una visión liberal, se arguye que no debe prohibirse nada que no perjudique a otros. Pero los países más liberales del planeta prohíben muchas cosas. Un buen ejemplo es la prohibición de conducir sin cinturón de seguridad. Aunque no afecte a nadie más si me estrello, se me obliga a utilizarlo. De otro lado, los espectáculos de crueldad animal perturban emocionalmente a muchos, por lo que sí hay un perjuicio externalizado. Otros hablan de una filosofía de la tauromaquia, como si la filosofía santificara por sí sola toda acción humana. No faltan los que arguyen que la prohibición traerá pérdidas de empleos. Si esa es la medida, entonces tampoco prohibamos la tala informal de árboles ni las combis en mal estado de Lima. Y hasta se habla de cultura, cuando hay rasgos culturales inaceptables en una sociedad occidental moderna y civilizada.

Los argumentos a favor son todos rebatibles. Pero el problema va más allá. No es coherente pretender encontrar arte en la muerte. No se puede pedir cuidar los bosques o el planeta contra el calentamiento global y al mismo tiempo celebrar espectáculos de muerte animal. No es posible pretender una sociedad más pacífica y menos agresiva si se ensalza a la categoría de “arte” la crueldad contra los animales. Y no es un tema ideológico, ni de izquierdas ni derechas. Solo de sensibilidad. Esta vez, se ha perdido en el fallo. El Tribunal Constitucional perdió la oportunidad de hacer historia declarando inconstitucional a la tauromaquia. Pero se ha dado un gran paso. Nunca como ahora el debate captó tanto la atención pública, hasta el punto que la sesión en que los magistrados debatieron el tema fue televisada en directo. Y la votación fue ajustada: solo 4 a 3. Es solo cuestión de tiempo.