El Ejecutivo ha declarado que insistirá con su propósito para convocar una asamblea constituyente, a pesar que la Constitución y mayoría parlamentaria le repitan que “[t]oda reforma constitucional debe ser aprobada por el Congreso” (artículo 206 CP). En nuestra opinión, si bien es válido que un jefe de Estado muestre tenacidad en el ejercicio del cargo, se trata de un atributo saludable cuando lo hace en favor del progreso y la institucionalidad. Por eso, nos preguntamos: ¿qué le impide la Constitución de 1993 para obrar como un promotor de la inversión, formalidad, más empleo, mejores servicios de salud, educación, infraestructura y un conjunto de políticas públicas en favor de los más necesitados? Respuesta: nada. La Carta de 1993 permite gobernar a través de un sensato programa de desarrollo e inclusión social, a través de una agenda política consensuada con las diversas bancadas parlamentarias. Es cierto que no será fácil, por eso la política es el arte para lograr una acción hacia el bien común. En ese sentido, la iniciativa, tenacidad y ánimo de consenso que inspire el jefe de Estado se construirá a partir del respeto a la Constitución, no cambiándola.

Por todo lo anterior, los deseos de cambio constitucional no parecen en favor del progreso sino a la perpetuación en el poder, no buscan el crecimiento económico con justicia social sino el propósito de intervención y control de todas las actividades productivas; tampoco quieren la protección al medio ambiente sino evitar la inversión extranjera, mucho menos para el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales cuando se trata de un pretexto para perseguir a sus enemigos políticos. En conclusión, si en el fondo esos son los objetivos para insistir en una asamblea constituyente, queda claro que la Constitución resulta un gran escollo para sus reales propósitos.