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En este largo proceso que nos espera, a esta y a las siguientes generaciones, de desterrar la corrupción de los hábitos culturales, casi siempre nos concentramos en apuntar a los corruptos, activos o pasivos. Sin embargo, hay otros protagonistas que casi siempre pasan desapercibidos siendo elementos que, si no cambian de actitud y conducta, dejarán al proceso incompleto. Estos personajes conocen lo que ocurre, pero se esfuerzan por no implicarse, por aparentar desconocer los hechos, por alejarse de las circunstancias. No se meten, no es con ellos, se hacen los distraídos. Pero no lo hacen por discretos o porque estén del lado de uno u otro partícipe del acto indebido. No. Su conducta responde a la cobardía y al temor de ser perjudicados si se les pidiera tomar posición en el problema. Es el instinto de conservación llevado al extremo del egoísmo. Terminan siendo, entonces, cómplices del abuso y de la injusticia que se derivan del acto corrupto.

Este es el tipo de ciudadanos que recorren la vida entre aguas ni frías ni calientes, que ya optaron por un camino incapaz de liderazgos. Junto a la cultura de la corrupción crece, como parásito, la cultura de la tibieza. Educar a nuestras generaciones a perder el miedo a tomar partido es educar en libertad, entrenarlos a correr riesgos es fortalecerlos en una clara jerarquía de valores. La vida de ciudadano -como también la de familia- no vale la pena vivirse entre las tibiezas de los que ya aceptaron el paso mediocre de la manada.