En las picanterías y cantinas norteñas, sus dueños echan petróleo o kerosene a su piso para que el polvo no se levante, mientras baldean la calle para que los carros no sean unos tornados con sus fachadas. Así está Trujillo, con la diferencia de que sus jirones datan de la era colonial y sus dueños, los ciudadanos, jamás autorizarían semejante insulto para su ciudad.

Trujillo no es un pueblo joven, con el respeto que merecen sus habitantes. Tampoco es un restaurante de provincia, cuyos propietarios ponen bolsas y botellas llenas de agua en sus estantes para evitar la proliferación de moscas. Pero imita bien gracias a sus autoridades. Y quien dio la autorización o permitió que esta ciudad luzca ahora como un patio trasero, que sepa que los ciudadanos -al menos yo- rechazan ver las pistas negras y grasosas.

No sé si es peor para la salud respirar nafta en la calle o el polvo que dejaron los siete huaicos. El tiempo se encargará de resolverlo, pero no ha sido atinada la idea de lanzarle un hidrocarburo a las pistas con el fin de matar la polvareda.

Siento pena por Trujillo, por el jirón Pizarro y su plaza de armas, por Bolívar y su iglesia San Agustín, por Orbegoso y su casona hasta la Basílica Catedral y Santa Ana. Si a este desastre le sumamos la falta de agua en la ciudad, entonces solo falta que nos invadan los mototaxis.

Si me dicen que es mejor ver las calles negras que empolvadas, pues les diré que hay otras formas de limpiarlas, que no es congruente ensuciar para tratar de pulirlas, sino pensar un poquito más. No maten a la gallina de los huevos de oro.

Por ahí escuché que era mejor prohibir el tránsito vehicular y limpiar el Centro Histórico. Una idea tan simple pero efectiva. Un día sin auto, pero con escobas. ¿Tan difícil es liderar una ciudad? ¿Para eso querían llegar al poder? ¿Creen que Trujillo espera camioneros y no peatones? En fin. A veces creo más en la frase de que somos el reflejo de nuestras autoridades. Todos somos culpables.