El lenguaje oral, gestual o tuitero y las propuestas de Trump irritan la razón y la estética. Pero tacharlos simplistamente de irracionales limita su comprensión de largo plazo e impide colegir que su proyecto responde, en gran parte, a la idiosincrasia estadounidense y a las tensiones de la economía mundial. Debemos buscar la razón estructural del modelo que ya está en marcha, pues solo así se logrará responder a él hasta que vuelva a la realidad.

Ahora parece una receta diabólica proponer el aislamiento de EE.UU. dejando su vocación mundialista, o cerrar sus fronteras, o restablecer el proteccionismo. Dicen que todo ello, unido a su conservadurismo en temas sociales, es la locura de Trump. Pero ¿qué tan nuevo o cierto es eso?

El aislacionismo

EE.UU. tiene muchas bases militares fuera de su territorio y, según los especialistas, más de 200,000 soldados en ellas; amén de flotas con portaviones en el Sudeste Asiático y en el Golfo Pérsico. Además, sus satélites y aeroplanos vigilan todo el orbe, y en las zonas más conflictivas (Siria, Líbano, Irán, Iraq, Afganistán, África subsahariana, etc.) aviones no tripulados fotografían o disparan proyectiles contra cientos de “blancos selectivos”, con miles de “daños colaterales”. Es la herencia del conflicto bipolar EE.UU.-URSS, reforzada ahora con las tesis de la “Seguridad Nacional”. Por ellas estuvieron en Vietnam y Camboya, con trágicos resultados, y luego en Afganistán, Iraq, Siria, etc., afirmando defender a “aliados” que representaban, según ellos, la democracia y el liberalismo económico. Pero en la mayoría de los casos, esa intervención terminó retroalimentando reacciones y atentados que a su vez justificaron mayor intervención y más gasto.

Ahora, Trump propone que esos “aliados” enfrenten sus problemas por ellos mismos y que Europa, con la que forma la OTAN, responda a las amenazas exteriores con sus propios medios. Eso significa que, en lo esencial, EE.UU. se defenderá dentro de sus fronteras, limitando el ingreso de quienes consideran enemigos potenciales. ¿Puede eso enfurecer a quienes, desde hace 50 años, denuncian la omnipresencia militar y estratégica de EE.UU. en otros continentes?

Porque después de haber invertido cientos de miles de millones interviniendo en lejanos países, reducir esa presencia significaría un gigantesco ahorro y con él Trump podría cumplir otras propuestas: bajar los impuestos a las empresas para reactivar la inversión y el consumo; y lanzar un gigantesco programa de infraestructura.

Además, el aislacionismo no es una novedad. El presidente Wilson hizo grandes esfuerzos para lograr el ingreso de EE.UU. en la Primera Guerra Mundial y Roosevelt para entrar en la Segunda, contra la opinión mayoritaria; tanto que algunos sospechan que el previsible ataque japonés de Pearl Harbor se habría permitido para justificar la intervención. Y en esa línea también está el histórico viaje de Nixon a China para enfrentar a esta con la URSS y liberar así a EE.UU. de una parte del enfrentamiento bipolar, al mismo tiempo que firmaba su retirada de Vietnam.

El proteccionismo económico

Desde hace años escuchamos un coro creciente de protestas contra la globalización por parte de quienes, sin comprender que es un proceso impulsado por la tecnología de la comunicación, creen que es orquestado por la mano oculta estadounidense. Pero ahora que Trump decide frenar el ingreso a los productos de China o México, los que a su turno harán lo mismo con los productos de EE.UU., quienes protestaban por la economía sin fronteras reclaman por lo contrario. Ignoran que Obama firmó el Acuerdo de Libre Comercio del Pacífico (TPP), pero que no lo presentó al Congreso pues su mayoría demócrata lo hubiera rechazado.

No olvidemos lo esencial. Este “proteccionismo” expresa a la mitad (o más) de la población estadounidense, pero responde también a un claro objetivo económico. Si EE.UU. obstaculiza el ingreso de productos externos, sufrirá un aumento de los precios internos y verá reducirse la llegada de capitales del mundo. Pero Trump sabe que, para atraerlos nuevamente, puede aumentar sus tasas de interés y que Europa, sobreendeudada y en crisis, no podrá hacer lo mismo con el euro. En consecuencia, EE.UU. mantendrá su hegemonía como productor del 25% del PBI mundial.

La inmigración, los ilegales y el muro

Obama usó en silencio los drones para eliminar cientos de adversarios en diferentes países, y expulsó y deportó a más de dos millones y medio de ilegales e inmigrantes. De manera que el tema propuesto por Trump no es nuevo, sino una continuidad. El problema es que Trump lo pregona. Los otros no.

Y más claro es el caso del muro, porque ya está construido en más del 30% y fue hecho por los gobiernos anteriores, pero en silencio. Tal vez, Trump debió proponer: “Voy a terminar lo que falta del muro” y habría tenido menos rechazo, pero prefirió ofrecerlo como algo totalmente nuevo para ganar los votos antiextranjeros, que son muchos.

Todo esto demuestra que los líderes, allí y en todas partes, son producto de su sociedad o de una parte importante de ella. Aislar, cerrar, amurallar son temas recurrentes, pero se olvida que lo son para afirmar la irracionalidad de Trump. Pero no es tan simple. Existe un claro proyecto de acumulación de fuerzas, de ahorro e inversión, articulado detrás de la retórica de Trump. Quien no lo entienda peleará con su sombra. Y es posible que, con ese proyecto, EE.UU. siga siendo con China -a la que el “trumpismo” beneficiara- los grandes protagonistas de los próximos años. ¿Y Europa? Pues estará en la tribuna, opinando, condenando, pero sin el peso de otros tiempos.

Concluyendo, Latinoamérica, además de lanzar condenas de poco efecto, debe comprender los objetivos del proyecto y, aunque no esté de acuerdo con él, como yo tampoco lo estoy, aprovechar lo que pueda del gran mercado y de sus proyectos de infraestructura para el bienestar de su población. Eso debería hacer hasta que las dificultades devuelvan el trumpismo al mundo real. Y el mejor actor para ello será la Alianza del Pacífico, fortalecida gracias a Trump, con una mayor presencia mexicana.

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