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José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, es la máxima expresión del levantamiento contra lo injusto. No existe ningún registro histórico que haya sido superior en su huella para protestar por la dignidad del indígena, despreciada desde los tiempos de Ginés de Sepúlveda, que decía que no tenía alma. Un día como ayer, hace 237 años, en la ciudad de Tinta (Cusco), encabezó la rebelión más sonada del virreinato, contra los abusos del corregidor Antonio de Arriaga. El cacique de Tungasuca, Surimana y Pampamarca, y también llamado inca -era nieto de Túpac Amaru I, el último inca de Vilcabamba-, no era un antisistema. No. Nació y creció en medio de la comodidad de una vida esencialmente sincrética, es decir, tan criolla apreciando la cultura española como exponiendo sus innegables entrañas indígenas. No fue un mestizo indiferente con el dolor de los aborígenes, que fueron sometidos a la mita, y por eso decidió ajusticiar a Arriaga. El poder español se impuso y fue derrotado junto con su esposa, Micaela Bastidas, los hijos de ambos y sus lugartenientes. Todos fueron ejecutados (1781) y el cuerpo de Condorcanqui -despedazado como el de William Wallace en Escocia (1305)- fue llevado a los confines del Cusco para advertir sobre nuevas rebeliones. Su legado estaba inscrito y por eso hubo más reacciones. Las circunstancias en Europa -la Ilustración y la Revolución Francesa (1789) y, poco tiempo después, la invasión napoleónica a España (1808)- allanaron en América el proceso de la emancipación, apareciendo en las periferias del Virreinato del Perú las denominadas Juntas de Gobierno. No escuché a nadie relievar ayer su figura, como tampoco la de Ciro Alegría -por eso nuestros niños hoy solo leen Harry Potter-, gran indigenista liberteño nacido como ayer hace 109 años. Grave error como no declarar luto nacional -se hizo por la muerte de Arturo “Zambo” Cavero (2009)- por el reciente fallecimiento del genio ayacuchano Raúl García Zárate.