El autogolpe de Fujimori es motivo de encono entre peruanos. No hay una reflexión desapasionada para la ruptura de lo que imperaba hasta entonces. Aunque es un eufemismo llamar orden a lo que ocurría antes del 5 de abril: una economía destrozada, Sendero reventando el país, un Congreso hostil e improductivo y un Estado podrido por el velasquismo, el belaundismo y el alanismo; el Perú pedía un giro de arriba hacia abajo.

Para mirar ese proceso hay que separar la política de la economía, cuya estabilidad se inicia desde ese quiebre. No se gestó en el toledismo, como dicen los enemigos del fujimorismo. La Carta del 93 abrió el mercado. Desapareció el Estado empresario y se permitió el arribo de capital con trabajo para millones.

Los daños se tramaron en lo político. Se dibujaron las bases de un nuevo orden, pero el fujimorismo alentó la corrupción sin partido organizado. Su ideología fue el pragmatismo.

Fujimori demonizó y persiguió a los partidos. Lo de los altos sueldos de senadores y diputados fue una farsa, si recordamos al Congreso uninominal. Fujimori debilitó a las regiones y las zonas más apartadas del país. Creyó estar en todas. Le trajo réditos a corto plazo, pero un control enfermizo y sin control.

No hay un veredicto contundente para Fujimori. Hizo bien e hizo mal, así de difícil de entender. Seguidores y detractores deben disolver sus pasiones y consensuar los matices que trajo el autogolpe.

El fujimorismo se consolidará como un partido democrático de centroderecha quizá cuando el señor Fujimori pase a mejor vida. Allí comenzará la reconciliación que necesita el Perú.