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Está de más decirlo. Una parte importante de los problemas que como sociedad enfrentamos tiene una solución que, necesariamente, pasa por el ámbito educativo de las futuras generaciones. Casi como si, en ese futuro no tan cercano, en esos niños que se harán ciudadanos estuviera la esperanza de un país enfermo.

No podemos responder en qué momento se jodió el Perú, pero sí creemos que quizá podría estar menos jodido si los más pequeños son educados con valores cívicos y conciencia.

Sin embargo, a pesar de la importancia fundamental de la educación en temas como la violencia, la cultura vial y la ciudadanía, esta continúa siendo una de las carteras más politizadas del Gobierno.

Durante las últimas tres gestiones, el Ministerio de Educación ha parecido más ocupado en transar, dialogar y negociar con distintos grupos de interés que, en efecto, hacer reales las reformas que tanto urgen.

Y está bien. La política educativa es, al fin y al cabo, política, y la negociación y el diálogo jamás serán ajenos. Pero una cosa es escuchar y dialogar y otra muy distinta es someter la educación de los peruanos a un toma y daca con personajes que no pasan el más ligero examen de imparcialidad sobre ciertos temas. Porque, vamos, no hay que ser brillante para comprender que Giampietri tiene un conflicto de intereses al momento de hablar sobre el terrorismo o que un representante de #ConMisHijosNoTeMetas persigue un explícito interés.

El resultado de la convocatoria por parte del Minedu a personas con claros intereses es escandaloso. Más escandaloso aún es confirmar que nuestra mayor esperanza como país es para algunos tan solo un banquete más.

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