El Congreso le salió respondón a Martín Vizcarra. Lo pensó a su medida, mantequilla, no “obstruccionista” como calificó al anterior por no dejarlo hacer lo que quería con las leyes. Creyó que este Parlamento le sería sumiso.

Después de todo, le debían la chamba, el puesto, la curul, pues gracias a su ilegal disolución de septiembre de 2019, los nuevos parlamentarios habían podido postular. Además, se había asegurado de diluir oposiciones metiendo operadores políticos pro-gobiernistas y partidos que le hacían el amén y compartían su antifujimorismo, en un entorno de parlamentarios sin experiencia. En suma, todo listo y preparado para asegurar un último año y medio de gestión de aterrizaje suave.

Apenas empezó a disentir con Vizcarra, se ganó los primeros insultos en abril pasado. De pronto, hasta se escuchó que era peor parlamento que el anterior (¿?). Así, un Congreso que tenía solamente menos de tres meses de funcionamiento, ya era descalificado masivamente. Empezaron las burlas contra los congresistas, los ninguneos a su capacidad y cómo no, la consabida arrogancia de “capitalino-bacán” de creerse superior a cualquier parlamentario por un grado académico o por la forma de hablar. Hasta llegar al infaltable “no me representan”, expresión que alude a una negación de la realidad de lo que se es como nación.

Pues la famosa identidad nacional que pregonan los científicos sociales, está más que nunca mostrada en el Parlamento. Que no les guste a muchos lo que refleja, es su problema. Como lo es para el ingeniero Vizcarra su incomodidad para gobernar con Parlamentos.

Es su segunda incomodidad, es un patrón de comportamiento. Por desgracia para él, cuando uno quiere guardar al menos las formas democráticas para la tribuna, aunque sean cosméticas más que reales, ha de gobernar con contrapesos. Para su desgracia, algunos congresistas se creyeron lo de la separación y el balance de poderes y ya no sienten que le deben nada.