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La reforma del Estado no se agota en los procesos. Necesitamos una nueva generación de directivos públicos capaces de asumir los retos de la reforma de cara al Bicentenario. Estos directivos deben estar altamente capacitados con las más modernas técnicas de la gestión pública pero, sobre todo, deben conocer la realidad nacional. No podemos caer en el viejo vicio del anatopismo, exportando modelos de otros países sin filtrarlos. El Bicentenario es el contexto adecuado para una modernización realista de la administración pública. Para que esta sea eficaz, hemos de examinar cuidadosamente qué es lo que ha funcionado de verdad y qué debemos cambiar sin miedo a las transformaciones. Hace falta voluntad política para el cambio, pero también es preciso que surja un amplio apoyo popular.

El nuevo directivo público no puede estar encorsetado por un sistema burocrático que impida o ralentice la toma de decisiones. La resolución de los problemas depende de la discrecionalidad de un directivo que está capacitado para cumplir con su labor. Por eso hace falta reactivar el principio meritocrático y lograr que los mejores se incorporen al servicio público. El reto de la generación del Bicentenario pasa por el retorno de los mejores a la esfera del bien común. Es preciso generar los incentivos adecuados que nos permitan transformar el Estado sin convertirlo en un ente más grande, frívolo y pesado. Para eso debemos apoyarnos en las nuevas tecnologías. Un Estado que no utiliza la revolución tecnológica condena al país a vivir en el subdesarrollo.

El nuevo directivo público debe ser emprendedor e innovador. Más que encapsularlo, tenemos que liberarlo confiando en la honestidad de sus principios.