Circula información preocupante por la derrota que nuestro país sufre en la lucha contra el hambre. Organismos internacionales, tanto oficiales como ONGs, coinciden en que el panorama universal es de cuidado -agravado sin duda por la pandemia y sus rebrotes-, pero por eso mismo recomiendan la mayor atención gubernamental. Nunca como ahora resulta indispensable recordar el viejo refrán de “mal de muchos consuelo de tontos” para acallar a quienes aleguen que no somos los únicos en problemas.
Sumidos en conflictos políticos caracterizados por la prepotencia y la corrupción, olvidamos la gravedad que tendrá la escasez de la urea. Un informe oficial ha señalado que en la siguiente temporada dejarán de sembrarse 20 mil hectáreas de arroz, papa y cebolla. De eso viven más de 2 millones de pequeños y medianos agricultores en el país y de ellos casi la mitad utiliza fertilizantes químicos. Eso tendrá algún efecto alimentario en los más pobres.
Más allá de estos problemas puntuales importa recordemos que la nutrición deficitaria tiene efectos devastadores. El año antepasado el 12,1% de la población menor de cinco años de edad del Perú sufrió desnutrición crónica según la Organización Mundial de la Salud (OMS). El costo social de esta situación es muy grave no solo en la salud propiamente dicha, sino en su desempeño educativo y luego en su trayectoria productiva y ciudadana. No podemos separar este déficit temprano con el comportamiento que estas mismas personas tendrán más adelante como adultos. Qué decidan, qué escojan, qué logren, qué opinen y hasta por quién voten será una repercusión de todo lo vivido: una ciudadanía disminuida.