Las relaciones internacionales son un asunto de Estado. Desde que las naciones se independizan, están a cargo de cancillerías que aseguran una conducción especializada. Por esta exigencia, la diplomacia se ha refinado y profesionalizado de la mano con el progreso de la civilización. Los Estados triunfadores son los que supieron comprender que en las relaciones con otros países y organizaciones internacionales la Nación debe expresarse con coherencia y continuidad. En este plano la problemática doméstica es irrelevante, porque el interés nacional exige objetivos a largo plazo que solo pueden concretarse a través de una política exterior consistente con la naturaleza permanente del Estado-nación. Los países donde los gobiernos de turno contaminan su relacionamiento externo con la conflictividad interna están condenados a la desorientación, al retroceso recurrente y al debilitamiento frente a aquellos con los que compiten para aumentar su poder e influencia internacional.

Ese era el caso del Ecuador frente al Perú, lo sigue siendo el de Bolivia con Chile, y podría reflotar en la relación peruano-chilena. Sería patético, porque un nacionalismo populista que manipule la política exterior en función de sus crisis políticas estaría tan fuera de época como el superado anti-peruanismo ecuatoriano y el anti-chilenismo boliviano. Son patologías desprestigiantes y retardatarias, especialmente entre estados vecinos, porque la colindancia territorial ofrece importantes ventajas comparativas para un intercambio bilateral recíprocamente beneficioso. Lo demuestra el fortísimo anclaje privado de la relación económica peruano-chilena, cuya notable solidez haría que cualquier política gubernamental en sentido contrario resulte ineficaz en el ámbito nacional y en el de la impresionante interdependencia entre Tacna y Arica.

Más aún. Perú tuvo la iniciativa de crear la Alianza del Pacífico, cuya próxima Cumbre de Jefes de Estado se celebrará en Cusco dentro de dos meses. En ella asumiremos la Presidencia pro-tempore de esa agrupación que “The Economist” consideró como la única presencia moderna de América Latina en las grandes ligas del escenario internacional. A estas alturas de la globalización sería infantil que los gobiernos del Perú y Chile transiten por una ruta de confrontación que afectaría la marcha normal de ese proceso de integración profunda y abierta, del que ambos esperan trascendentales beneficios. Avergonzaría ver a México y Colombia observando, atónitos, el deterioro de la relación entre los socios que tienen el mayor grado de integración bilateral de los que se registran en la Alianza, y sería bochornoso que su decadencia se inicie en el país que la promovió.

La diplomacia no debe ser utilizada para crear o ahondar problemas, sino para resolverlos con inteligencia y, por cierto, con dignidad. Merecidamente o no, la imagen externa del Perú es bastante mejor que la interna. Ese contraste nace del crecimiento, la continuidad de la política económica, el respeto al Estado de Derecho y, sin duda, de la eficacia de la diplomacia y la seriedad de nuestra política exterior, evidenciadas en la paz lograda con Ecuador y la superación del problema marítimo con Chile.