La característica esencial de la democracia radica en la posibilidad de discrepar y pensar de manera distinta al consenso mayoritario. Las democracias garantizan la supervivencia política de todo aquel que piensa distinto a la mayoría electoral. Es más, esta garantía, seguro de coexistencia, es el signo visible de la civilización occidental. La democracia no extermina al que piensa distinto, no persigue al disidente, no liquida al opositor. Eso es propio de las tiranías, de las dictaduras y las autocracias. En democracia se impone el diálogo alturado, la resolución de los conflictos bajo el amparo del derecho y la libre competencia electoral. Las democracias de partido único no son democracias, son reverberaciones de la vieja serpiente totalitaria.

Por eso, el intento posmoderno de construir mayorías líquidas diseñadas por la ingeniería social tiene que llevarnos a pensar. La unanimidad es propia de las dictaduras, el disenso de las democracias. Si observamos con claridad la existencia de una estructura de unanimidad mediática a escala global entonces estamos frente a un totalitarismo soterrado, a una nueva tiranía. Y ante los totalitarismos soterrados y las nuevas tiranías, el hombre libre se tiene que defender. De ahí la necesidad fundamental de formar a la generación del bicentenario en el pensamiento crítico, enseñándoles el camino de la duda y la observación de la realidad.

Contemplo con preocupación la formación del gran hermano mediático que apenas admite disenso. Lo comparo con las viejas religiones paganas de iniciados y privilegios. Y hago votos para que la democracia iluminada por la idea de libertad responsable renazca de sus cenizas reestableciendo el equilibrio, la equidad y los frenos y contrapesos necesarios para el verdadero ejercicio del poder.