El refrescante piscinazo de Susana Villarán en el balneario de Lurín, en una casa de 5 pisos y con todas las comodidades, ha generado una indignación justificada y puesto los reflectores en las injustas libertades -no es la única- de decenas de personajes que está demostrado que nadaron en los pantanos de la corrupción y, como la exalcaldesa de Lima, fueron caimanes del pozo séptico de sus aguas servidas. ¿Se puede sonreír y hacer como si no pasó nada, disfrutar de la vida y mirar para otro lado alejado del mundanal ruido? ¿Aprovecharse de esta justicia injusta, torpemente lenta, engorrosa y garantista que todo lo retrasa? Puede ser. Si no se tienen escrúpulos ni remordimiento de consciencia, uno puede dejar caer su maliciosa cabeza sobre la almohada, revolotear en la cama pensando en la inmortalidad del mosquito hasta conciliar el sueño que no transporte al nuevo día. Tal vez, es posible que eso ocurra con cotidianeidad, pero les aseguro que no siempre. No siempre existirán patéticas reflexiones como las de RMP destacando la “bondad” de Villarán. Y no siempre se podrá olvidar que uno fue el símbolo de la integridad progresista, el emblema de la transparencia y la castidad política, el monumento inalcanzable a la honradez y la honorabilidad pero que como cualquier pobre y triste rufián de Cinco Esquinas, la peligrosa calle de Barrios Altos, cogoteó a los conductores obligados a pasar por los peajes, se metió al bolsillo una plata que no era suya y ahora es una sicaria de la dignidad y la decencia. Porque Villarán no fue cualquiera sino la sepulturera de una corriente política, y el lastre de su apellido contrastará a lo largo de la historia con el del icónico, impoluto y prístino Alfonso Barrantes Lingán.
Villarán en la historia por Francisco Cohello (OPINIÓN)
Columna de opinión | Editor general de Correo