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Es innegable el éxito personal que viene cosechando el presidente Vizcarra. En menos de un año, desactivó una oposición que aunque no era dura ni obstruccionista, como se hizo creer a la gente, la tenía mayoritariamente en contra. En el camino, pulverizó la imagen de su principal opositora y la neutralizó completamente. Además, se pudo fortalecer sin contar con un partido de respaldo. Y, como si fuera poco, acaba de completar el copamiento de los poderes Legislativo y Judicial con gente proclive a sus deseos e intenciones políticas. De esta manera, el Presidente nos refresca la memoria para recordarnos la manera en que se hace política exitosa en el Perú. 

Por cierto, repitiendo una vieja fórmula, la cual fuera empleada antes que el actual presidente, por Alberto Fujimori, cuando decidió hacer esencialmente lo mismo hace casi tres décadas (véase mi columna Vizcarra, tres décadas después de Fujimori, del 17 de noviembre de 2018). En ese tiempo también lo aplaudieron a rabiar. Y es que, definitivamente, hay un patrón autoritario en la historia del Perú.

Dicho esto, queda una realidad ineludible e inocultable, por más que cierta prensa se desviva en maquillarla. Nada de lo actuado por el Gobierno evita que sus actos mellen de forma grave los cimientos mismos de la república. Por lo menos, de una república asentada sobre un orden social liberal. La voz de la masa nunca es aval suficiente, aunque sirve para el corto plazo. Pues el Presidente ha ganado gobernabilidad, aunque ahora deba demasiados favores. Y lo ha logrado a costa de carcomer esas bases republicanas. 

Sin embargo, hay que agradecerle algo, y esto sí, todos: habernos recordado que podemos haber mejorado en la economía, pero que seguimos siendo los mismos de hace dos siglos. Una población con una cultura política que valora la prepotencia, el encono, el sometimiento de poderes a la voluntad de un caudillo y, por supuesto, el populismo y la demagogia.