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El presidente Vizcarra ha tomado la mala costumbre de aparecerse desatinadamente en eventos que enturbia con su presencia. No solo fue su visita al Congreso para entregar una comunicación. Ahora fue su peliculero acompañamiento al ministro del Interior para “vigilar” -¿así lo decimos?- la expulsión de un conjunto de venezolanos del Perú, acusados de delinquir. Con ello, no hizo sino empequeñecer a su ministro. Digamos que lo des-empoderó, para ponernos a tono con los tiempos de lenguaje “oenegístico”. Lo hizo ver como que él le hacía la tarea o, por lo menos, se aseguraba que la hiciera. Pero este no fue el único error derivado de su nueva peliculera intromisión. Generó un mensaje de misoginia oficial que puede avivar los ímpetus de ciertos segmentos de la población -y de algunas autoridades inclusive- que muestran abierta hostilidad ahora a los migrantes venezolanos. Además dio la impresión de que le sobra el tiempo y que preocupaciones mayores como la inseguridad ciudadana, la reconstrucción del norte y ahora de la selva, y la anemia resurgida, no le merecen una dedicación mayor. Finalmente, si le aconsejaron que su presencia iba a producir una imagen de que estaba metido de lleno en la lucha contra la inseguridad, le tendieron una trampa. Porque la mayoría de delincuentes que azotan nuestra sociedad son peruanos y siguen sueltos en plaza. Y entonces me pregunto: en vez de la reforma política que impulsa, ¿no sería mejor que promoviera otra reforma que empoderase mejor a las fuerzas del orden y a los ciudadanos para enfrentar en serio a los delincuentes? Esto podría incluir sacar a las Fuerzas Armadas a la calle con el debido aprestamiento previo y, además, facilitar legalmente la autodefensa con armas de fuego de los propios afectados, sin riesgos legales. Eso sí sería una verdadera reforma útil al país. ¿Podría, al menos, pensarlo, señor Presidente?

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