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El papa Francisco encontrará un país artificialmente dividido por la circunstancia política, pero unido mayoritariamente por el ethos cultural del cristianismo. Esta huella civilizatoria marca el derrotero de unidad que debemos recorrer de cara al Bicentenario. De muchas formas, esta visita del Santo Padre inaugura las celebraciones por los doscientos años de la República. El problema con las celebraciones es cuando solo reflejan el epicureísmo de una época, sin ir a la raíz de sus desafíos. El Bicentenario peruano tiene que ser por fuerza reflexivo, analítico, racional. Dotar de un principio de racionalidad a este episodio importante de nuestra historia pasa por reconocer que es más, mucho más lo que nos une que aquello que nos separa.

Nos une, en principio, la Peruanidad. Esa síntesis compleja e inacabada en perpetuo devenir ha ido enriqueciéndose a lo largo de doscientos años hasta crear un mestizaje consolidado y mayoritario. La Peruanidad existe y es un producto del cristianismo. El Perú no se comprende sin la Iglesia Católica. Nuestras cunas y nuestras tumbas mantienen un lazo cristiano y este nexo permite la supervivencia de nuestra comunidad política. Si no reconocemos en el Bicentenario la impronta decisiva del cristianismo, amputaremos el vínculo espiritual que logró formarnos como nación.

El Papa viene a recordarnos las raíces de Latinoamérica, sus patologías más extendidas (la corrupción) y los grandes desafíos de nuestro tiempo. La unidad del Perú solo es posible si retornamos a las raíces espirituales de nuestro pueblo. Las naciones con futuro son conscientes de su entronque espiritual. Ignorar esto equivale a condenar al pueblo a la infancia política y al Perú a la irrelevancia continental.