Se encuentra parado en la estación del tren, dentro del Aeropuerto de Schwechat en Austria. Tiene los zapatos en punta, muy negros y brillantes. Un pantalón pitillo plomo y una chompa ceñida. Increíblemente es flaco. En las fotos lucía alto y fuerte. Pero las imágenes del Facebook casi siempre engañan. Parece desesperado, por el taconeo constante de sus zapatos. ¿Es Dempsey Caqui Rivera todo eso que dicen algunos críticos de Europa? ¿Es el llamado a suceder a Juan Diego Flórez? ¿Es de esos tenores ligeros que aparecen cada diez años?

Antes de estar aquí en Viena, la capital mundial de la música, nos llegó un recorte de periódico de Italia. Dempsey se había paseado por ahí y ya había brillado en el Festival Rossini de Pesaro. Entonces tenía solo 22 años, de eso han pasado exactamente 12 meses. Entre los 22 y los 23 pueden pasar muchas cosas, sobre todo si Europa es el continente elegido para un tenor chiquillo que nunca había salido de Lima, que sabía bailar salsa a la perfección, que era conquistador, de barrio. La calle sirve. La calle te vuelve un ser arrojado: "Por eso cuando me dijeron que en mi primera ópera tenía que quedarme en calzoncillos y bailar, yo dije que sí, audicioné y se dieron cuenta de que era suelto, que no me ponía nervioso", recuerda. Y así fue como obtuvo el papel del noble y pícaro Cavalier Belfiore.

Nunca había cantado sobre un teatro, ni siquiera en Lima, y cuando le tocó hacerlo -en Italia- lo hizo como los grandes. Sala llena. Aplausos. Autógrafos al final. Motivados por su historia y su talento, decidimos viajar hacia donde el tenor se había trasladado, a Viena. Pero nunca esperamos encontrarlo así, como diría Rubén Blades, con la tranquilidad del desesperado. Pero el desespero tiene una raíz, tiene una historia.

OIRÁN SU VOZ. Dempsey ­su padre le puso ese nombre en honor a un boxeador de los 80­ tuvo que pelear desde chico. Él creció en el aún marginal barrio de Bayóbar en las alturas de San Juan de Lurigancho y, claro, era pobre. Pero la pobreza es natural en el Perú y, es más, enriquece las leyendas de los grandes artistas. Era pobre y de padres separados. Mejor aún: de colegio nacional y de turno tarde todavía. Pero tenía algo que no tenían los chicos de su escuela y su barrio: tenía una voz. Nació tenor y eso nadie se lo quitará. Y sí, en estos momentos lo estamos imaginando cantando a Pavarotti en la cima de un cerro, atravesando el ruido de una ciudad poco acostumbrada a la ópera.

Dempsey se acostumbró a ser el talentoso de la familia. Cantaba en los coros de la parroquia, hacía de solista, 'cachueleaba' en fiestas, pero cuando se hizo adolescente un sacerdote de la iglesia de Bayóbar lo animó para que postule al Conservatorio Nacional de Música. Ahí educarían su voz. Y así pasó. Estudió. Destacó. Aprendió a cantar. Se convirtió en un tenor en ciernes. En 2012 ganó un concurso de canto que fue organizado por Radio Filarmonía. Y con ello llegó cierto reconocimiento en un circuito muy cerrado. Y luego el mejor tenor del mundo se interesó en su talento. Juan Diego Flórez llegó a Lima para escuchar a Dempsey. Se enamoró de su voz. Y se lo llevó a Italia. Y ahí pasó lo que pasó. Pero la vida no es tan sencilla.

Juan Diego lo ayudó bastante. Consiguió, entre otras cosas, una audiencia para él en el Prayner Konservatorium (el Conservatorio de Viena) y Dempsey fue aceptado. Sus clases empiezan en febrero de 2014. Será el único tenor peruano ahí. Un lujo. Y entonces nosotros ­un equipo de periodistas de televisión­ llegamos hasta Viena para registrar la gloria de un tenor peruano en Europa. Pero no fue eso, precisamente, lo que conocimos. Dempsey vivía en un pequeño departamento en Viena, no hablaba el idioma ­el alemán­ ni el inglés. En Italia había aprendido un poco del idioma local y entonces 'parlaba' lo que podía. Vivía a cuentagotas, comía cuando podía, el talento para cocinar lo ayudaba y las invitaciones a casa de Juan Diego Flórez eran un salvavidas.

Dempsey no se quejaba. Dempsey sonreía, cantaba, disfrutaba de Europa, de Viena, de sus calles con marquesinas, de los músicos ambulantes que bien podrían pertenecer a la sinfónica por lo buenos que eran. Dempsey estaba acostumbrado a la vida franciscana, pero algo tenía claro: la visa Schengen se le vencía y era obligatorio volver al Perú para retornar a Viena en febrero. Pero cómo retornar. No tenía un cobre. Era un chico de 23 años cuyo extraordinario talento era valorado en Europa, pero aún no le significaba gananciales.

Cuando entramos al Teatro Ópera de Viena a conocer a Juan Diego Flórez, y a presenciar una clase maestra que él le brindaría a Dempsey, no dejamos de impresionarnos. Dempsey era un diamante. "Es muy bueno, pero tiene que formarse", dijo Juan Diego, y luego, cuando encontrábamos la salida en esa locura arquitectónica que es el imponente teatro, Flórez susurró: "Lo que necesita es dinero para vivir, es un artista".

A partir de entonces la historia de Dempsey se convirtió en una historia de apuesta total. Ir a Europa en busca de un sueño constante: ser el mejor cantante de ópera del mundo. Tenía ­tiene­ el talento para lograrlo. A sus 23 ya ha sido celebrado. Tiene audiciones programadas para la Ópera de Nueva York, la de Moscú y Lisboa. Pero no tiene cómo llegar.

Ahora está de retorno en el Perú. Calienta su voz todas las mañanas en el patio trasero de su casa en San Juan de Lurigancho. Parece confiado en que las cosas saldrán bien. Espera un mecenas. Y hay que aclarar algo: él no puede trabajar en otra cosa que no sea cantar. El Conservatorio de Viena le robará casi todo el día. Así de dura es la preparación. Pero si todo prospera, en pocos años el único tenor peruano conocido en el mundo no solo será Juan Diego Flórez. Dempsey tiene el talento, el coraje y las ganas, pero necesita los medios. Solo le falta volar. Fotos: Federico Romero

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