Poco a poco se van agregando nombres de autores de diferentes países que se incluyen en la lista de escritores que utilizaron seudónimos. ¿Los motivos? Son diferentes, como personales, machismo, económicos o por vanidad.
Pablo Neruda renunció a su nombre original. Según la versión más extendida, el autor chileno no firmaba como Ricardo Eliécer Neftali por el rechazo que le generaban a su padre los «poetas».
Ya en el siglo XIX, y sin salir de España, está el caso de Leopoldo García-Alas «Clarín». Al escritor zamorano el apodo le vino por petición del director de un periódico para el que trabajaba. Este director quería que los colaboradores tuvieran un seudónimo extraído de un instrumento musical y Leopoldo eligió «Clarín». Solo unos años más después comenzó a brillar José Martínez Ruiz, que eligió de sobrenombre «Azorín» por un personaje que él mismo creo. Un personaje que tenía mucho de autobiográfico.
Fuera de nuestro país, Charles Dickens se hizo llamar «Boz» en sus primera obras por si acaso. Era un reputado columnista político y alguien podría dejar de tomarle en serio.
A Samuel Langhorme no lo encontrarán en los libros de Lengua y Literatura. El autor de «Las aventuras de Tom Sawyer» comenzó a llamarse Mark Twain después de ser capitán de barco. «Mark Twain» es una expresión que significa «dos brazas», que es para los navegantes del Mississippi la profundidad mínima para no encallar.
Charles Lutwidge Dodgson escribió «Alicia en el país de las maravillas» pero lo firmó como Lewis Carroll. La razón: diferenciar su vena literaria de sus trabajos matemáticos.
También mujer, también exitosa, J. K. Rowling tuvo que enfrentarse al peso de su popia fama. La autora de Harry Potter no consiguió triunfar con su primera novela para adultos («Una vacante imprevista») y empezó a firmar sus escritos como Robert Galbraith. Sus editores filtraron esta decisión y Rowling volvió a vender libros de mil en mil. Puro marketin