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Caminos empolvados de difícil acceso. Corrientes de aire que levantan el polvo muerto de la trocha. El sol calcinando cada pisada de zapatos desgastados y agujereados. Ernesto, sujetando la mano gruesa y rasposa de su padre, escucha a lo lejos los martilleos descompasados que se alzan de entre las canteras de sillar. “Esa fue mi primera experiencia”, comenta Ernesto Huayna (33), tras la máscara de trapos que le cubre por completo el rostro del sol. “Tenía entre 6 o 7 años cuando vine a ayudarlo”.

El resplandor que produce el sol abrasante al caer sobre el sillar, dificulta la tarea que cumplen los 500 obreros, entre ellos hombres de hasta 80 años y jóvenes que mantienen la tradición familiar, haciéndose escuchar por el golpeteo constante de combas, barretas y cinceles que labran el sillar.

ORIGEN. Hace más de 10 millones de años se originó una terrible explosión en la superficie de la tierra, de donde salieron grandes descargas de un material ígneo similar a la espuma, que al solidificarse se convirtió en ignimbrita o sillar, como es conocido en Ciudad Blanca. Las canteras de Añashuayco, ubicadas en el distrito de Cerro Colorado en Arequipa, reciben a sus visitantes con un relieve fundido en la planicie, que ya forma parte del paisaje de la zona.

Entre paredes escarpadas con alturas de 10 a 15 metros, plagadas de rocas ígneas volcánicas ligeras, de consistencia porosa, se encuentra Gonzalo Carpio (46) uno de los más antiguos “cortadores”, no por su edad, sino por sus más de 40 años en el trabajo de sillería. “Yo llegué a esta cantera con tan sólo 5 años -muestra su sonrisa afable llena de orgullo-. Mi padre también trabajaba con el sillar, fue uno de los más antiguos de aquí, en la cantera grande. Luego, arribó a otros sectores. Él fue el que me trajo aquí a ayudarle y así empecé en este oficio -extiende sus brazos recios y nos muestra su alrededor, lleno de colores grises y blancos, de bloques y escombros, con un fondo casi musical producto de los combos golpeando la ignimbrita-. Incrédulo, le pregunto: “¿Y qué es lo que hacía un niño de esa edad en medio de hombres recios, acostumbrados a este trabajo tan complicado?”. Carraspea la garganta y me responde: “venía en los días libres que tenía en el colegio a recoger la ‘rata’ -lo miro sorprendido, por el término ‘rata’, el parece entender mi confusión-, nosotros le llamábamos ‘rata’ al escombro que se deja al sacar el sillar y darle forma”, aclara.

El estrépito de rocas golpeándose entre ellas nos hace dar un respingo. Una nube plomiza cubre parte del paisaje zigzagueante de las canteras. “Debe ser Aquilino”, comenta Gonzalo.

Aquilino Achaca, hombre de contextura esmirriada, pantalones agujereados, lentes oscuros y sombrero grasiento, hace un alto a su labor. En sus manos tiene una barreta. Comenta que lleva alrededor de 15 años en las canteras. “Luchar diariamente con el calor y el polvo es una de la dificultades”, señala.

SACRIFICIO. Resguardados por la sombra de las paredes blanquecinas, Gonzalo, dice: “Es un trabajo difícil, pero es lo único que sé hacer, fue la herencia de mi padre; además, no es tan malo, no se marca tarjeta y el sueldo que recibas sólo depende de ti... Puedes ganar semanalmente 200 soles. Pero eso sí, aquí se corren muchos riesgos -mira hacia el cielo azul, que crea un contraste peculiar, mirado desde las canteras. Como recordando, esboza una sonrisa-. Yo me salvé por poco de la muerte tratando de desprender un bloque de sillar; mientras palanqueaba el bloque, el pedazo de roca que me mantenía en pie, se desplomó junto con el otro y, felizmente, pude contenerme de la soga quedando colgado en ella”.

Las historias del maestro del sillar son muchas para contarlas en este momento, pero Gonzalo un superviviente de las canteras, donde los riesgos son incontables y los beneficios son pocos, nos deja varias lecciones que sólo un luchador como él, nos podría dar. “A mi hijo mayor lo traje contadas veces, porque vino y no le gustó. Me dijo: papá mejor me dedico a estudiar. Y mejor por él que no haya seguido esta línea, ¿no?”, señala.

Por otro lado, Ernesto, sin sacarse la máscara, que se ha vuelto parte de él, me comenta que sigue soltero. “Casi no hay tiempo para salir. Lo que recibo aquí, me sirve para ayudar en mi casa, para mandar a hacernos nuestras propias herramientas con los herreros”, dice. Ágilmente, empieza a cincelar un bloque de sillar. “Las medidas son 30 de ancho y, más o menos, 55 de largo. Hay otros que le saben poner 60 centímetros”, acota.

Ha llegado el momento de tomar el camino de regreso, cada uno de los “cortadores” infatigables, me dan un apretón de manos, que me llenan de nostalgia. Risas y rostros ocultos se van quedando atrás. El sonido arrítmico de los combos se funde con las palabras finales de Gonzalo: “Soy el último de mi familia que tiene que pisar la cantera. Creo que la cantera muere en uno”.

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