Catalina Correa -dicen- ingresó al monasterio de las Carmelitas Descalzas caminando sobre láminas de oro.
Su abuelo, Francisco Correa, un hombre acaudalado de la época, no escatimó en gastos para entregar a la niña a los brazos del Señor. Organizó una procesión multitudinaria y contrató tantos músicos como existían en la ciudad para acompañarla hasta las puertas del convento.
Catalina, con sus 16 años, arrastró un hermoso vestido blanco por las angostas calles de Arequipa. Parecía una novia, una santa, un ángel tal vez.
Un grupo de hombres avanzaba delante de ella colocando las láminas de oro sobre la calle. “No -le había dicho su abuelo días antes-, mi nieta no pisará la calle. Irá de su casa al convento, sin pecado”.
La pequeña Catalina debía estar emocionada. Ingresar a la congregación de las Carmelitas Descalzas no había sido tarea fácil. En el monasterio Santa Teresa solo podían haber 21 monjas, no más, y casi siempre estaban completas.
Años antes, escuchar el repicar de las campanas anunciando la muerte de una monja, animaba el corazón de Catalina. Apuraba a sus sirvientes al convento para solicitar la plaza disponible, pero usualmente llegaban tarde. Tuvieron que pasar varios años para que finalmente la admitieran.
Así, el año 1748, Catalina Luzar y Correa murió al mundo para servir a Dios. Aquel día, cuando las pesadas puertas del monasterio se cerraron tras ella, renunció a su familia, los lujos e incluso a su nombre de pila. Desde entonces la conocerían como Catalina del Corazón de Jesús.
Francisco Correa pagó la dote convenida a la congregación y en agradecimiento a la providencia regaló la lujosa pileta de alabastro del Claustro de las Oficinas, la pila de agua bendita del Coro Bajo, el altar de la Sala Capitular y más.
Más tarde, cuando el anciano falleció, la madre Catalina recibió una cuantiosa herencia que invirtió en la construcción del Claustro del Noviciado y una ermita interior.
Catalina no es una santa, pero las Carmelitas Descalzas la recuerdan como una mujer extraordinaria. Tanto así que conservan un retrato de ella antes de su noviciado. Ninguna otra religiosa tuvo ese privilegio.
Asimismo, en este monasterio es posible encontrar pinturas del siglo XVII y un mural imponente en la Sala Capitular que data del sigo XVIII. “Lo curioso de estos murales es que no tienen temáticas cristianas, como se ve en otros conventos, solo cumplen una función decorativa”, acotó el especialista.
Sin duda, este museo es el lugar ideal para encontrar sorprendentes historias.

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