La contextura gruesa y poco más de metro setenta de estatura de Rocky aparece a lo lejos sobre la áspera trocha del paradero N°2 de la Asociación Real Progreso, ubicada a 45 minutos caminando desde el relleno sanitario Quebrada Honda en el distrito de Yura.
Su nombre es Fernando Piñola (49), pero lo llaman Rocky por su semejanza al personaje de la película estadounidense. No es luchador, pero ha lidiado peleas sacando cara por sus compañeros recicladores.
Su lucha no está en un ring, sino en la extensa plataforma del botadero a donde va a parar desde la envoltura de un caramelo hasta el papel higiénico usado. Hoy sus puños no pueden con el coronavirus, un enemigo invisible que dejó a su suerte a 70 familias que vivían como él, del recojo de residuos sólidos, haciendo de su día a día un suplicio.
Las botellas que no lograron vender antes del inicio de la cuarentena nacional, se apilan en montañas de plástico en los jardines de tierra de sus casas cercadas con sillar. La precariedad de un hogar en Real Progreso se resume en cuartos con bloquetas de concreto cubiertas con calaminas.
NECESIDADES. Sin agua ni desagüe, poco pueden hacer para seguir las recomendaciones del sector Salud y lavarse las manos ocho veces al día con agua y jabón para prevenir el virus. Sin luz, los niños no pueden acceder a los programas educativos en la televisión del Estado.
Un grupo de migrantes de Espinar (Cusco) llegó al kilómetro 20 de la carretera Yura y allí levantó la asociación en los años 80 buscando un mejor futuro para sus hijos, pero la ayuda que esperaban recibir nunca llegó, como hoy. “Ni una canasta, ni un pan nada de ayuda mandaron ¿qué come el que no trabaja?”, solloza Guillermo Chuctaya, de 65 años.
Cada mes juntaba S/400 de su labor en el reciclaje y como mano de obra en construcción, monto que religiosamente mandaban a su hija, quien en agosto del año pasado sufrió un accidente automovilístico en Moquegua.
Guillermo duerme entre el material que recicla. El fogón improvisado de dos piedras ya no lo usa más, pues vive de la solidaridad de sus vecinos. Paradójicamente accedió al bono social de S/380, entregado por el Estado a familias vulnerables, pero hasta el momento el sistema no arroja una fecha para que acuda a cobrar.
Solitario y a paso lento, cada sábado camina dos horas hasta Cerro Colorado para que le den razón de la ayuda monetaria, pero el gran día no llega.
Calles más arriba, Serapio Macero también espera. Quiere saber noticias de su esposa e hijos, a quienes les perdió el rastro desde el 20 de marzo. El mandato de inamovilidad los sorprendió cuando visitaban a unos familiares en Santa Lucía, Puno. Sin un sol en los bolsillos, almuerza en la casa de un familiar. El reciclador de 52 años sacó adelante a sus dos hijos, de 14 y 15 años, pese a las adversidades, pero sabe que este año no será así.
“Toda mi vida he trabajado de todo, intento estar calmado; es imposible. Solo Dios sabe dónde terminaremos”, lamenta mientras enseña lo único que hay en su cocina, un pedazo de cebo de res con sal, que se usa para darle sabor al caldo.
La situación se repite detrás de cada puerta, una historia es más lamentable que otra, pero todas las familias levantan la voz con un único fin: pedir ayuda.
SISTEMA DE TRABAJO. Y no es para menos. A Yura el Estado destinó una importante cantidad de dinero que hizo posible la adquisición de 2 mil 865 canastas, hace pocos días la Contraloría detectó deficiencias en el almacenamiento y entrega de las mismas. Hecho que repercute en esta población.
Cuando el coronavirus aún era algo muy lejano, los recicladores se turnaban en día, tarde y noche para realizar los trabajos. Recibían 45 céntimos de sol por cada kilo de plástico y 35 por un kilo de cartón.
POCOS INGRESOS. Si el trabajo era arduo y constante, al mes llegaban a ganar 500 soles como todo ingreso para una familia, dinero que era insuficiente para sustentar a todos, pero que hoy extrañan porque nada entra al hogar.
La mayoría de recicladores hacen malabares para llegar si quiera a un sueldo mínimo cada fin de mes. Ocupan el tiempo que les resta del día para ganar unos cuantos soles más como mano de obra en construcciones pequeñas o venden la ropa que un sector de la población da por perdida, para otros que la usan como nueva.
Su función, poco valorada, es elemental. El material que retiran de los escombros y desechos tiene un segundo uso. Con sus manos, contribuyen en un proceso que en otros países se hace con máquinas.
“Somos gente trabajadora, luchadora, pero hoy nos vemos en esta situación, nadie está libre, pedimos que las autoridades vengan que vean cómo vivimos que no sean indiferentes al hambre de nuestras familias”, se quiebra Rocky, el hombre de apodo rudo. La desesperación los está golpeando.
No se explica por qué la municipalidad no ha llegado hasta ellos porque su situación de pobreza extrema, es más que evidente.