Cuando la bola de fuego la alcanzó, Etsuko Kanemitsu tenía 14 años y vivía en Hiroshima. “Toda la ropa había desaparecido de la parte trasera de mi cuerpo y la piel de mi espalda ya no estaba. Miré a mi alrededor y todo lo que hacía unos segundos estaba allí había desaparecido, incluidas las compañeras que formaban en el patio. Me llevé las manos a la cabeza y no tenía cabello, solo carne quemada. ‘¿Dónde estoy?’, me pregunté”.
HIBAKUSHA. Tal es el término japonés que literalmente significa “persona bombardeada”, y es la palabra con la que se califica a todos los sobrevivientes de las dos bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre Japón hace 70 años, acelerando así el final de la Segunda Guerra Mundial.
A las 8 y 15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, el bombardero B-29 Enola Gay, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, abrió sus compuertas y dejó caer una única bomba sobre el cielo inusualmente azul de la ciudad. A 580 metros de altura, la bomba -bautizada como “Little Boy” o “Niñito” en castellano- estalló y el mundo ingresó violentamente a la era nuclear.
“Little Boy” pesaba 64 kilos y medía apenas 3 metros. En su corazón llevaba Uranio-235, un muy raro isótopo de uranio, tan potente que bastó que fisionara menos del 2% de su carga para generar la explosión letal. Unos 80 mil vecinos de Hiroshima, prácticamente uno de cada tres, fallecieron de forma inmediata, muchos de ellos vaporizados por la deflagración.
La explicación científica señala que “una millonésima de segundo después de una explosión nuclear la temperatura dentro de la bomba alcanza unos 10 millones de grados centígrados. “Little Boy” tenía la capacidad destructiva de 16 kilotones, equivalentes a 16 mil toneladas de dinamita.
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EL SOL CAYÓ SOBRE NOSOTROS. Hace 10 años, Kanemitsu y un grupo de hibakushas fueron entrevistados por el diario español El Mundo por el 60° aniversario del lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Toruko Suga tenía 17 años aquella mañana de agosto y estos fueron sus recuerdos. “Pensábamos: ‘El sol ha caído sobre nosotros’. Solo se oían los gritos de auxilio. A muchos no les quedaba un centímetro de piel. Parecían zombis”.
Eran lo que el autor de El último tren de Hiroshima, Charles Pellegrino, definió como gente cocodrilo. “La gente cocodrilo no gritaba. Sus bocas no podían formar el sonido. El ruido que hacían era peor que un grito, era como un murmullo como de abejorros. Un hombre, moviéndose sobre lo que quedaba de sus piernas, iba cargando a un bebé muerto boca abajo”.
Nagasaki no fue diferente. Un día como hoy, hace 70 años, otro B-29, el Bocksman Car, arrojó sobre esta ciudad a “Fat Man” -hombre gordo, en inglés-, una bomba con implosión a base de plutonio. Pese a tener una mayor capacidad destructiva, al alcanzar un potencial de 25 kilotones, mató instantáneamente entre 45 mil y 70 mil personas, cifra menor a las víctimas de Hiroshima.
Estados Unidos tenía previsto lanzar nuevas bombas atómicas para forzar a Japón a rendirse. Pero el 14 de agosto, cinco días después del bombardeo a Nagasaki, el emperador Hiroito anunciaba la capitulación: “El enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y sumamente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba con la vida de muchos inocentes. Si continuásemos la lucha, solo conseguiríamos el arrasamiento y el colapso de la nación japonesa, y eso conduciría a la total extinción de la civilización humana”.
Al día siguiente, la Segunda Guerra Mundial había concluido. Quedaba en el aire la frase del capitán Robert Lewis, copiloto del Enola Gay, quien segundos después de arrojar su bomba atómica dijo: “Dios mío, qué hemos hecho”.
GIGANTE. 13 kilómetros de altura tuvo el hongo atómico de Hiroshima. Inmediatamente después produjo sobre la ciudad una lluvia negra radiactiva.
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