No logro conciliar ambas cosas. La muerte avanza más rápido que la capacidad para construir nichos, lápidas, ataúdes. Más rápido que la habilitación de camas UCI, que el llenado de balones de oxígeno. El colapso de todo este sistema no cuadra con nuestras preocupaciones electorales. Por eso cuando algún amigo me pregunta por quién voy a votar dudo si me está tomando el pelo porque es una pregunta sobre el futuro, ese que es hoy tan incierto para muchos ciudadanos peruanos. El estado está colapsando, ya fue sobrepasado por los problemas sanitarios y, aun así, tiene que darse maña para hacer de tripas corazón y fingir serenidad para unas elecciones de las que no sabemos qué engendro saldrá. Entonces ahora me entra una duda: ¿por qué sabiendo los candidatos el muerto que van a recibir están empeñados en ser gobierno? ¿Un país quebrado, un país en ruinas, empobrecido, destruido por una pandemia mundial, sigue siendo un buen “negocio”? Ahora si me voy a creer que lo que impulsa a esta veintena de competidores es realmente el amor desinteresado por el Perú y servir a la patria. No hay otra explicación. Vamos a suponer que los malandrines que han ido apareciendo dentro de las listas postulantes son casos aislados, errores de filtros causados por el apuro. Porque lo peor que podría pasarnos es que después de esta guerra quienes se paseen sobre la mortandad sean las aves de rapiña. El Perú necesita un gobierno de posguerra, de unidad y reconstrucción, austero y ordenado, al que el pueblo respete y obedezca. No vayamos a elegir a un gobierno de pajarracos carroñeros que se disputen a picotazos un cadáver. Vamos a necesitar mucha suerte para salir airosos.