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La semana pasada se dio un debate acalorado dentro del municipio de Lima ante una solicitud de cambio de zonificación de aproximadamente 165 hectáreas en el valle de Lurín, que hoy cumplen la función de zona de protección. Lurín, es importante decirlo, es el único valle de nuestra capital que aún no ha sido depredado, como sí ha sucedido con los valles de los ríos Rímac y Chillón. La solicitud presentada por un inversionista nos enfrenta con una cuestión de fondo, como los criterios que seguimos para definir el rostro presente y futuro de nuestra ciudad (y de las de todo el país).

Lima ha crecido como un monstruo que destruye todo a su paso, desapareciendo zonas de alto valor ambiental, recreacional y turístico, y motivando una suerte de depredación escalonada que ha reducido al mínimo sus ríos, valles y lomas. Mientras más personas seamos en Lima, mayor será la presión inmobiliaria y más grande la posibilidad de encontrarnos en un camino sin retorno. Nuestras necesidades de vivienda y servicios deben ser cubiertas, pero algunas medidas se pueden adoptar para disminuir los riesgos. Para ello, los planes urbanos y el respeto de las zonas intangibles son herramientas de probada efectividad.

Lamentablemente, en la amplia mayoría de ciudades, como en Lima, no se respeta un plan de desarrollo urbano. No tener uno equivale a andar a ciegas, pues nunca se sabe adónde nos llevará cada cambio de zonificación que se va otorgando con distintos criterios en cada cambio de gestión. Un plan también ayuda a la autoridad de turno a protegerse de las fuertes presiones de intereses particulares que no responden a la visión de ciudad. Además de ser una herramienta de planificación, un plan es un seguro para la buena gestión y expansión de la ciudad.