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Una etapa ha concluido para Juan Luis Cipriani. Tras 20 años, el sacerdote del Opus Dei deja el Arzobispado de Lima en medio de un país dividido, polarización a la que tanto le hizo el juego él mismo, situándose siempre en una de las orillas provocadoras, extremistas y ajenas al diálogo, al consenso y al terreno común.

Bueno sería que, con él, se vaya esa etapa de líneas nebulosas entre la Iglesia y la política, en la que ocurren hechos tan bizarros como que, antes de un diálogo nacional entre las dos fuerzas más importantes del país, el arzobispo mediador invite a rezar, de rodillas, a presidente y opositora (rezo que, por lo visto, no sirvió para salvar ni a PPK ni a Keiko ni al país).

Para muchos, el nuevo arzobispo de Lima, Carlos Castillo, podría encarnar este giro hacia la Iglesia como propulsora del diálogo y no de la división. El sacerdote diocesano ya ha dejado clara su postura a favor de la secularización, y ha tenido gestos que merecen aplausos -siempre y cuando, claro, se materialicen en hechos-, como haber mostrado interés en escuchar a las víctimas del Sodalicio (algo que Cipriani no nos regaló ni por asomo).

Sin embargo, Castillo abraza también posturas que sacan pulgas, aunque sea para el espectro opuesto a Cipriani. Seguidor de la teología de la liberación, el sacerdote de 68 años podría sostener posiciones que resulten desafiantes para el importante sector conservador del país. Tanto Castillo como Cipriani están en su absoluto derecho a la libertad de opinión. Sin embargo, de Castillo dependerá no repetir el error de su antecesor de colaborar a la polarización mediante intromisiones innecesarias y provocadoras en cuestiones políticas.