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El caso de la liberación de Adriano Pozo en Ayacucho tiene resonancia nacional. Luego de once meses de prisión por golpear salvajemente a Arlette Contreras, el joven tuvo una sentencia favorable y salió del penal ayacuchano ante la indignación de todo el país.

“Qué vergüenza el Poder Judicial”, “Una bestialidad contra las mujeres”, “Este es un mensaje pésimo para la sociedad”, “Ese desgraciado debe pasar 20 años de cárcel”, son algunas de las frases de autoridades, congresistas, dirigentes sociales y población en general.

Esta triste realidad tiene dos consecuencias claras. Primero, el descrédito de la justicia. Segundo, la impunidad estimula el delito.

La directora de la ONG Flora Tristán, Liz Meléndez, decía que el 42% de mujeres no denuncian agresiones y abusos porque creen que no les van a hacer caso. Esto es grave en un país que está entre los que tienen las más altas tasas de violencia contra las mujeres. Por ejemplo, en el primer semestre de 2016, hubo 32 feminicidios y casi 40 tentativas.

Algunos hombres creen tener poder y se sienten facultados para controlar a la mujer. La violencia es un mecanismo de control que el agresor dosifica en su beneficio. Cuando según él, ella se desvía, dice “esto lo arreglo yo”. Y por eso aparecen los golpes, las agresiones físicas y sicológicas, y hasta el asesinato. Ya es momento de decir basta.

Por supuesto, lo ideal es que las violentadas no se queden calladas. Tienen que asumir la frase: “El primer amor de toda mujer debe ser el amor propio”. Sin embargo, estas resoluciones judiciales las desalientan y las mellan emocionalmente. Ya no solo están expuestas ante el desalmado, el golpeador, el asesino, sino también ante las personas que deben impartir justicia.

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